La justicia ha sido protagonista esta semana con algunos episodios muy llamativos que han puesto el foco en una de las preocupaciones de la sociedad española. Al esperpéntico juicio al juez Elpidio José Silva, se suma la rapidísima (¿por qué no funcionarán siempre así nuestros magistrados para superar la sempiterna lentitud judicial?) y dura condena al falso cura que asaltó la vivienda del extesorero Luis Bárcenas. La tercera sacudida en el mundo de las leyes la protagonizó el fiscal general del Estado, Torres-Dulce, cuando exigió más medidas anticorrupción y alertó de la sensación de que la justicia favorece al poder. Una declaración que, a buen seguro, dejó helado a más de uno y que merece un artículo aparte.

Cuando estudiaba en Madrid, residía en un colegio mayor en el que convivía con unos doscientos estudiantes de entre 18 y 28 años de distintos puntos de España. Entonces había menos facultades y, si querías ser periodista, tenías que salir de la Región. Como en cualquier grupo más o menos numeroso, los allí presentes representábamos a la perfección los distintos estereotipos que conforman a cualquier sociedad: canallas, buenas personas, intrigantes, brillantes, bondadosos, egoístas, envidiosos, constantes, trabajadores, resueltos...

Recuerdo a varios de mis compañeros, pero para este artículo quiero traer a colación a uno, inteligentísimo y asocial, que estudiaba Derecho en el CEU. Era de una capital andaluza, de carácter huraño y siempre en guardia ante lo que él creía que eran ataques de todos los que convivíamos con él. «Mi único objetivo es acabar la carrera con buenas notas y prepararme las oposiciones a juez. Y cuando sea magistrado, mandaré a la cárcel a gentuza, maleantes, homosexuales, rojos y a alguno de los que me hacéis la vida imposible aquí», nos repetía cuando alguien le tomaba el pelo. Él no era capaz de entender que esas bromas forman parte de las relaciones normales entre las personas, en este caso, estudiantes que pasaban varios años de sus vidas bajo un mismo techo. Estoy seguro de que aprobó las oposiciones y que está impartiendo su justicia en algún lugar de España, aunque no quisiera yo sentarme en su tribunal, por si se acuerda de alguna de mis chanzas. Este viernes, nuestro colaborador Joaquín Ángel de Domingo, magistrado del TSJ, escribía un artículo titulado ´Ética por bandera´, en el que daba con la clave de lo que creo que se debería instaurar con el fin de solucionar algunos de los problemas que acucian a la justicia. Analizaba De Domingo la futura Ley Orgánica del Poder Judicial y, amén de sus críticas argumentadas, él defendía que, para delimitar las reglas del juego de los jueces, no habría que permitir acceder a la carrera judicial «sin un examen previo de conducta y comportamiento ´normal´, pues para ser juez no basta con saber 500 temas de memoria, sino que se precisa algo más, como es el sentido común». Si se cumpliera algo tan sencillo, nos ahorraríamos muchos sobresaltos.