Nuestros estudiantes son unos inútiles. Van rezagados en todo. Ya decía el famoso y polémico informe Pisa que están muy por debajo de la media europea cuando se les pregunta por la fórmula de la velocidad, al enfrentarse a la tabla de multiplicar o simplemente al intentar desentrañar la trama de una novela corta. Además de las dificultades para entender las ciencias, las matemáticas y la literatura, también son unos negados cuando se ponen delante del mando para programar el aire acondicionado „si lo tienen en casa, claro„, de la máquina expendedora de los billetes del tren o de un simple alicate.

Y después de este chorreo anual de prestigiosas entidades europeas plagado de estadísticas, porcentajes y recriminaciones de toda índole, nos enteramos de que España está a la cabeza del abandono escolar pese a que el año pasado se lograron los mejores resultados. La oficina de estadística comunitaria, Eurostat, nos dice que el 23,5% de los jóvenes españoles de entre 18 y 24 años se largó prematuramente de los institutos o de otros centros de formación, el doble que la media europea, que se sitúa en el 11,9%. Parecen datos demoledores, pero no.

Nuestros estudiantes hacen lo que deben hacer. De qué les sirve, se preguntarán, romperse la mollera con tortuosas fórmulas de física y química, aprender a componer frases con sujeto, verbo y complemento o ejercitarse en aplicar el sentido común para resolver los problemas de la vida si les abocamos a estamparse contra el terrible muro de la nada. Todos estos jóvenes abominan de la escuela porque somos incapaces de inyectarles ilusión, de despertarles el interés por saber que todos llevamos dentro.

Y nadie está libre de culpa. Ni los políticos ni los padres ni los profesores. Todos los que decididamente colaboramos con nuestra indolencia y nuestras torpezas a dejarles sin futuro.