Quiso el azar (aunque hay quien piensa que otros factores intervinieron) que el fallecimiento de Adolfo Suárez coincidiera con la movilización más grande (cientos de miles de personas según este periódico, dos millones para Le Monde) jamás desarrollada en Madrid, en buena medida dirigida contra el orden político auspiciado por el abulense, que está pasando a la historia como el Régimen de 1978. Efectivamente, el ilustre deceso y el 22M conformarían la doble metáfora, respectivamente, de la agonía del sistema político alumbrado en la llamada transición y del surgimiento de una propuesta de ruptura democrática, esta vez de verdad, encarnada en la multitud que tomó la capital de España. El problema es que, como en todo proceso de transformación histórica, lo viejo se resiste a morir y lo nuevo no dispone aún de la suficiente fuerza para impulsar el cambio.

Y en ese forcejeo saltan las chispas, irrumpe la violencia. Violencia que en lo fundamental emana del poder caduco que exhibe todas sus miserias y carencias en el patético intento de mantener un statu quo que ha perdido por completo su legitimidad, ésa que tuvo hace tres décadas cuando una simple venda con agua oxigenada aplicada a la infección profunda que representaba la dictadura franquista fue exhibida como una democracia modélica, a la que finalmente le ha brotado a borbotones el pus contenido que en su día no se quiso limpiar en profundidad. De esa transición fraudulenta que el régimen ha reivindicado sobre el cuerpo aún caliente de Suárez, proceden unas estructuras políticas corrompidas hasta la médula que se extienden a todos los niveles e instituciones del Estado. Una oligarquía parasitaria cuyo sentido de la acumulación se sustancia en el capitalismo de amiguetes y en la puerta giratoria, es decir, la cooptación de la clase política corrupta en los salones de la moderna aristocracia. Una desigualdad creciente e hiriente, la mayor de entre los países de nuestro entorno y nivel de renta, y que condena a amplios sectores de la población a la precariedad permanente. Y, en fin, unas libertades ciudadanas amenazadas por actuaciones policiales que han llegado a merecer la reprobación de la Comisión de Derechos Humanos del Consejo de Europa, y que nos retrotraen a los tiempos de los 'grises' con una frecuencia inquietante.

Conforme el descrédito y la descomposición del poder, sustanciado en el Gobierno del PP, se acrecientan, mayor es la represión policial. Porque independientemente de la existencia de elementos provocadores el 22M (los hay en casi todas las movilizaciones importantes), lo que elevó el nivel de confrontación fue la irrupción de las UIP en la Plaza de Colón, cargando contra una multitud pacífica que asistía a los últimos minutos de un acto legalizado. La respuesta indignada y violenta de parte de esa gente dio lugar a las escenas que se han prodigado en los medios. Y nos advierten de una posible deriva peligrosa de los acontecimientos, pues si bien los colectivos que están detrás del 22M apuestan por la desobediencia civil pacífica, no está claro que puedan contener a los sectores más afectados por la crisis y la pobreza cuando, a los golpes que a diario reciben de la realidad socioeconómica, hayan de sumar los que proporcionan las porras de los antidisturbios.

Pero con todo, la legitimidad del movimiento que se inició en marzo se va a fundamentar en buena medida en un desafío al poder tan contundente como pacífico, tan masivo como racional. Va a tomar la calle con millones de personas, pero a la vez articulando en su seno un movimiento de unidad popular que cristalice en un programa político basado en los derechos humanos y en la apertura de un proceso constituyente aquí y ahora que inicie, ciertamente, una verdadera transición a la democracia. Bajo dos premisas elementales: éste un país rico en el que hay para que todos vivan dignamente, y el poder político y económico no pueden soportarse sobre la corrupción.

Derechos humanos y honestidad. Nada más. Y nada menos.