Ningún jefe de Estado mantiene su prestancia en bañador, y menos con el atuendo a cuadros de un adicto al golf, el deporte que puede practicarse fumando. De esta guisa paseaba Frederik W. de Klerk por Mallorca en julio de 1993, poco antes de ceder la presidencia de Sudáfrica a Nelson Mandela y de que ambos obtuvieran conjuntamente el premio Nobel de la Paz. La muerte del terrorista más famoso del mundo no sólo cuestiona la labilidad y por tanto la escasa fiabilidad del término. También agranda la figura de su antagonista y predecesor, porque en la entrevista celebrada hace veinte años detalló la extinción pacífica del vicioso régimen de apartheid.

De Klerk es el Mandela blanco. Asumía la maldición asociada a su pertenencia a la clase opresora, sin que esta evidencia le apeara de su convicción de capitanear un cambio radical en el país que presidía. Una simple frase, «no soy el líder de los blancos», le servía desde España para enmarcar un cambio que no sólo alteró la faz de Sudáfrica, sino que sirvió de trampolín para que África se haya erigido en la pieza del rompecabezas planetario que puede experimentar un desarrollo más acelerado a lo largo de este siglo. El jefe de Estado se enfrentaba a su papel revolucionario desde una frialdad no calculada ni calculadora. Al margen de cualquier tentación vanidosa, destacaba que «es Sudáfrica la que está haciendo historia, no yo».

Con independencia incluso de su similar evolución política del despotismo a la democracia, abundan los rasgos de carácter que emparentan a De Klerk con Adolfo Suárez. Veinte años atrás, el último presidente blanco de Sudáfrica hablaba sin tapujos en un inglés pastoso, y mostraba una escalofriante sang froid en quien había acometido una de las empresas más complicadas en el broche del siglo XX. El presidente sudafricano ignoraba que Suárez también jugaba por aquellas fechas al golf en las proximidades. Sin embargo, De Klerk estaba dispuesto a estrechar los vínculos entre su proyecto y la disolución del franquismo. Al preguntarle por los ribetes utópicos de unas propuestas que se iniciaban con el sufragio universal, apuntalaba la racionalidad de su empeño en un ejemplo muy concreto. «Mis planes no son irrealizables, sólo quiero hacer una transición a la española».

Ahora que se cuestionan los frutos del tránsito español del franquismo a la democracia, es oportuno refrescar que el líder de una de las transformaciones más vertiginosas del pasado reciente se inspiraba directamente en la labor liderada por el Rey y Suárez. No es lícito apropiarse del borrascoso procedimiento seguido en España y Sudáfrica, una reconciliación con singulares procesos de amnistía, sin reconocer sus aspectos rugosos. La reinterpretación angélica de la transición se halla en la raíz de las dificultades políticas actuales. De Klerk era el último de una estirpe de dictadores. Por clarividencia o conveniencia, encauzó un país multirracial. Mandela sería un terrorista simpático si hoy se reencarnara, el dirigente de un Congreso Nacional Africano que figuraría como objetivo de los drones de la guerra contra el terror. De ahí que fuera la pieza imprescindible para restañar las heridas, en una promoción política tan sorprendente como si Solzhenytsin hubiera sido nombrado presidente de Rusia, y totalmente inviable sin la aquiescencia de su predecesor. Ambos líderes sudafricanos ennoblecen al género humano.

La reconciliación siempre se produce entre enemigos y tiene un precio. De Klerk personalizaba el cóctel de inteligencia, sosiego, eficiencia y suficiencia patentado por Suárez. En cuanto a Mandela, invita a su toma de posesión presidencial a los guardianes de sus décadas de privación de libertad. Este gesto caracteriza a la sociedad española de 1977, pero resulta inalcanzable en 2013. Clinton preguntó a Mandela por el peso psicológico de los años de cautiverio, y el líder sudafricano le replicó que prefería olvidarlos, porque no deseaba arrastrar esas cadenas por el resto de sus días. A la vista de este comentario, tal vez sea España quien deba inspirarse en el reflujo de los cambios asociados a las ´transiciones a la española´, la más reciente en Birmania. Al final de la entrevista, De Klerk esbozó el único gesto de coquetería que delataba a un golfista arrepentido. «¿Creen ustedes que estoy correctamente vestido para las fotos, o debería ponerme una corbata?». Era el huésped en Mallorca de Johann Rupert, propietario del grupo Richemont que emplea a una tal princesa Corinna.