Sí, en Somorrostro había nacido, un barrio de los paupérrimos de Barcelona, hija de José Amaya ´El Chino´. Desde ahí, Carmen Amaya se hizo figura mundial del flamenco, universal de ese arte de sangre y vena, que salta geografías indiscretas y baila la danza de nuestras raíces. Se ha cumplido el centenario de su nacimiento; vino al mundo el día de Difuntos de 1913, y se fue temprano, también en otoño, pronto hará medio siglo; el otro medio lo vivió para un paso, un zapateado y al son de las guitarras de todos los suyos.

Memorable recuerdo es la película de Rovira Beleta Los Tarantos desde donde nos dobló el alma con su genio y silueta, con su tragedia de mujer morena y roja sangre. Y es la segunda vez en estas líneas que me refiero a ella, la que nos riega el corazón y la vida. Brazos como esculturas que bailaban con el sentimiento a raudales cayéndoles por todo su cuerpo, rociándole su interior. Tuvieron que pasar muchos años para que el flamenco tuviese una oportunidad así en el cine; tal vez Carlos Saura honró su memoria con autoridad y criterio en su versión sobre este arte lejano y cercano como él mismo. Eterno en su significado poético y trascendente.

Cataluña la vio nacer y morir contradiciendo con su vida, lo que ahora está de moda negar con evidente descaro. Yo tuve la suerte de verla bailar, muy jovencillo, de viaje de estudios en Granada, a donde nos llevaron unos frailes bien avisados que no lo parecían de los padres capuchinos de San Buenaventura. Demasiado niño para darme cuenta de la grandeza de aquel fantástico acontecimiento ante mis ojos adolescentes. Fue en el cine cuando me di de bruces con ese pisotón de sus pies, salido de su temperamento, y que doblaron sin remedio y me acercaron al flamenco más puro y consecuente con una raza; con una religión, con una geografía que es nuestra, de España. Granada y Carmen Amaya, la gloria del planeta tierra, en unión casi conyugal, en un mundo único de su genio, de su figura engrandecida a base de talento artístico. Creo que no ha habido después del 63, en el que murió, otra Carmen como aquella, que rizaba el pelo y los dedos crujían en el sobresalto más auténtico y hermoso. Y Granada al fondo, en un escenario inspirador que lo fue de Falla. Era de noche y no conocía todavía lo que Debussy había escrito para Albéniz: «Atmósfera de noches que trascienden a aguardiente y clavel».

Poesía pura la de Carmen Amaya y sus hermanos para jardines, flores y regatillos; perfume y trazo armonioso, la danza y el baile más colosal y humano.