En Melilla han coronado las alambradas con las tristemente famosas cuchillas que llaman ´concertinas´ con las que sajar carne desesperada. Ya ha habido alguna víctima. El ser humano, empecinado, construye muros que la historia acaba destruyendo. Contra la propia naturaleza en la que fue creado. Insistentemente a través del tiempo. De piedra, de cemento, de hierro, de alambre, de espinas, de incomprensión o de silencio. Nos defendemos de nuestro semejante a base de barreras que creemos infranqueables. Les impedimos el paso a toda costa, a golpe de fusil ametrallador.

En la película Neighbour, de Norman Mc Laren, los vecinos se disputan una humilde flor nacida sobre la línea límite de sus parcelas. Cada uno la entiende sobre suelo propio, falseando, incluso, el trazado de la divisoria. La flor ha nacido en tierra de nadie, o de ambos. Tras la discusión verbal llega la violencia. Pelean destrozando la débil margarita. Los dos hombres acaban abatidos sobre sus parcelas respectivas mientras les va cubriendo la tierra definitiva. Sobre cada una de las tumbas de los vecinos brota una flor idéntica a la que causó el conflicto sin que pueda ya servir de nada.

Israel construyó nuevos muros de la vergüenza para aislar a Cisjordania. Nada importa con tal de dar rienda suelta al odio entre los pueblos. Judíos y árabes, en este caso, pero comparables a los que sufren otras razas.

El hombre construye, también, muros invisibles. De silencio con los hijos, de insolidaridad con el compañero. Muros que aíslan al ser humano nacido para ser feliz entre los de su especie, con inteligencia suficiente, a priori, para entenderse y hacerse entender en libertad. Muros nacidos de la intransigencia cuando se hace bandera de nuestras peculiaridades como pueblo, para hablar otro idioma que el vecino no entiende. Murallas que, contra natura, crea el rechazo de comunidades enteras. Muros racistas, muros injustos, muros económicos. La frontera como pieza insustituible en el trazado de los cimientos del muro. Cuando los astronautas sobrevuelan el planeta acaso solo les resulta perceptible una de nuestras cicatrices, la de la gran muralla china, pasto de turistas y, en su tiempo, muro fraticida.

Y no aprendemos y la máquina no descansa. De nuevo construyendo diferencias, música que no es la de Pink Floyd. Cuando parece que la civilización está interesada por la elección del puente como elemento de unión, gastamos nuestras mejores energías en el muro y sus cuchillas. Nuestras diferencias sociales, económicas, raciales, religiosas, no son necesario aislarlas. Basta un seto verde, una pobre hiedra, una valla de lamas de frágil madera para marcar unos límites administrativos.