Wert, el ministro peor valorado del Gobierno, ha perdido la batalla de la calle, pero se está ganando un trozo de cielo. Su polémica ley de educación concita el rechazo unánime de los sindicatos del sector y de gran parte de la comunidad educativa, pero satisface, en parte, las viejas aspiraciones de la jerarquía católica. Una de ellas es que la calificación de la asignatura de religión católica cuente para hacer media y acceder a becas. Otra es que se blinden los conciertos en los centros donde se segrega por sexo. Eso después de conseguir que se tumbara la asignatura de Educación para la Ciudadanía, al considerar los obispos que se trata de un instrumento que utiliza el Estado para adoctrinar ideológica y moralmente a los alumnos. Entendiendo, deduzco, que adoctrinar ideológicamente y moralmente a los alumnos es algo perverso e inadmisible.

Sorteado el primer obstáculo, la Conferencia Episcopal se sintió fuerte y exigió más: que la religión también fuera de oferta obligatoria en Bachillerato y en Infantil. El PP recogió el guante y anunció que este ´olvido´ en la LOMCE, debido a un ´error técnico´, sería subsanado en el Senado. Días después nos enteramos de que no habrá modificación y que esta demanda no será satisfecha. Lo que lleva a preguntarse: ¿A qué juega el PP?

A decir verdad, por mucho que la Constitución consagre a España como Estado aconfesional, la separación de la Iglesia y el Estado no siempre resulta una realidad tangible. Las interferencias son a veces demasiados frecuentes y evocan, en muchos casos, otros tiempos. La jerarquía de la Iglesia se resiste a perder ciertos privilegios del pasado, cuando debería entender que las sociedades avanzan, cambian y se enfrentan a nuevos desafíos. No hay más que ver lo que ocurre en Francia. El país vecino cuenta desde 1905 con una ley que establece la separación de la Iglesia y del Estado, promulgada en su momento para armonizar los intereses de los católicos y de los laicos, y acatada, por cierto, por Gobiernos de derechas y de izquierdas. La nueva realidad multicultural, la diversidad en las aulas, la presencia de un número significativo de alumnos de origen musulmán ha llevado ahora al Gobierno galo a recordar en todas las escuelas mediante un memorándum de quince puntos cuáles son las reglas del juego. El objetivo no es otro que dejar a la Escuela fuera de las batallas de las creencias religiosas. De ahí que, en consonancia con el espíritu de la ley de 1905, se recuerde que el Estado es neutro en relación a las convicciones espirituales y que no existe ninguna religión de Estado. Que la laicidad garantiza la libertad de conciencia a todos, y que cada uno es libre de creer o de no creer. Se permite, claro está, la libre expresión de las convicciones, dentro del respeto de las de los demás, pero queda prohibido „en aras de esa neutralidad„ portar símbolos o vestidos por los cuales los alumnos manifiesten ostensiblemente una pertenencia religiosa.

Aquí, Wert camina en sentido contrario. El Estado refuerza una asignatura que tiene que ver con las creencias y convicciones personales. Lo mismo que ocurría cuando España era un país confesional.