Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla», dice Antonio Machado para convertir su pasado de niño en una viva mitología. Y cuando muere en el exilio de Colliure, llevaba en el bolsillo: «Estos días azules y este sol de la infancia». Se trata de una memoria que también Rafael Alberti refleja en la nostalgia de su peregrinaje: «Hoy las nubes me trajeron, / volando, el mapa de España. / ¡Qué pequeño sobre el río, / y qué grande sobre el pasto la sombra que proyectaba! / Se le llenó de caballos / la sombra que proyectaba. / Yo, a caballo, por su sombra / busqué mi pueblo y mi casa. / Entré en el patio que un día / fuera una fuente con agua. / Aunque no estaba la fuente, / la fuente siempre sonaba. / Y el agua que no corría / volvió para darme agua».

Hace unos días, unas setenta personas recordábamos nuestra infancia, nuestra adolescencia, nuestra calle, los gritos de la madre a la hora de comer, la merienda del aquel chocolate con pan, los amigos, las pedreras, los olores a café de malta, los juegos, el boli, el burro, el escondite. Y nos abrazamos por haber nacido entre un vecindario solidario que contaba sus historias en las puertas de la calle hasta las tantas.

Nos convocó Marisol Campoy, venía con su hermana Katia. Y allí estábamos mi hermano y yo, con los Guevara, Pinilla, Álamo, Manolo el del banco, Miguel Clemente, Sabino, José Luís Martínez Valero (que nos regaló una serigrafía conmemorativa echa en su estudio de grabación), Paco Domínguez, los Asensio al completo. Y recordamos a los que nos faltaban, Juan Manuel Pelegrín, Adolfo, algún vecino que se fue demasiado pronto. La vida.

Marisol nos llevó de la mano por aquellos rincones y calles de nuestro territorio, concertándonos en una especie de terapia de grupo que nos consoló y nos condujo hacia nuestras vidas y a las de nuestro vecindario en un aliento de vida, en un memorándum de nostalgia sin melancolía, con certeza de haber nacido y criado en el mejor lugar del mundo. Antonio Guevara habló de la calle Andrés Pascual, a mí me tocó la calle Redón (y dije lo que pienso, que mi infancia es mi patria, mi calle, mi familia, mis amigos, la escuela del Caño, mi instituto), Pinilla trajo a nuestra memoria a don Antonio Llamas, el cura del Carmen, que nos confesaba por haber robado lechugas en el huerto del tío Cazorla, el cura de la Virgen buena que sanaba y hacía milagros, el que hablaba con ella como quien habla con su madre.

Estábamos en El Rincón de los Valientes, con Ángel, el atleta más importante que ha tenido Lorca, el campeón de jabalina y de salto con pértiga, el que amontonaba cuando aquel paraje antes era bodega, a los beodos junto a un naranjo que había en la esquina con la calle Nogalte. Entonces, el retrete era tan pequeño que le pusimos un cartel en el espejo («prohibido correr en el cuarto de baño»), cosas de jóvenes. Recordábamos todo, volvió la memoria viva a nuestra inteligencia emocional. Y mi hermano, allí, sentado, siempre crítico, pero emocionado, junto a Antonio, José Luis, Paco y Marisol, sus amigos de siempre. La vida.

La vida que corría por nuestros ojos y nuestras sonrisas, en el umbral del milagro de haber nacido en Lorca, en aquel lugar de calles que son nuestra patria, nuestra infancia, con aquel sol y aquellos circos de la Placica Nueva, donde llevaron una vez una ballena muerta, que olía demasiado mal, para que la vieran nuestros asombrados ojos infantiles.

Cenamos, hablamos, bebimos. Nuestras calles, los vecinos, que éramos como una gran familia. Y me acordé de mis padres, de mis tíos, de las procesiones infantiles que hacíamos en la calle Redón, de la tía Rafaela, de la Huertas, de la Manuela, de los Llamas, de Evaristo, de que no estudiaba porque mi aprendizaje fue de esos andurriales, del Rincón de macho, de las canicas, de las historias populares, hasta que me puse enfermo por no dormir en el mes de junio, que había que sacar el curso adelante. Y fui al médico, y mi madre pensó que se moría su Pedrín, que era yo. Su hijo, dijo aquel energúmeno, tiene «distonía neurovegetativa con emulación electromotriz» (¡Dios mío!), añadiendo doce recetas. Y mis padres, como último recurso de salvación, me llevaron a Miguel Campoy, el médico vecino que sabía de toros y de flamenco. Y cuando le explicamos lo que me pasaba, le dijo a mis padres: «Pedrín debe dormir siete u ocho horas, y que tome tila, mucha tila». Y, aunque me suspendieron más asignaturas, quedé restaurado totalmente de aquella falta de sintonía nerviosa, con botes en la cama, producida por no dormir y tomar mucho café. Pero eran mis catorce años y aún no sabía griego, y Campoy era un hombre sabio.

Y allí, en El Rincón de los Valientes, quedó un gran mural con las fotos que fuimos colocando con el amor de la misma infancia que nos llevaba de la mano, como una familia que éramos. Fotos y cariño, y unas ganas de seguir viviendo para que Marisol Campoy nos cite pronto, otra vez, y que vengan algunos que no pudieron, para que vivan lo que nosotros: el reencuentro de un vecindario, de una camaradería afectiva que es nuestra infancia y nuestra adolescencia.

Nuestra patria, la vida, aquel sol de la infancia que decía Machado, y el agua que volvió para darle agua a Rafael Alberti.