Si no fuera por lo mucho que me preocupa, diría que lo estoy flipando. A ver, entiéndanme, a mí Ana Botella me la trae al fresco, imagino que está pagando las sobreces de otros y estoy tan cansada como cualquier hijo de vecino de la corrupción, de la crisis y de las maniobras políticas que deprimen al país. Además, si no fuera por lo que me disgusta el tema al tocarme tan de cerca disciplinarmente, pensaría que esto es un signo como otro del proverbial cainismo de este país; como cuando a la gente le dio por meterse con los pobres ciudadanos de Lepe, o como cuando se hizo público escarnio, repetido y cansino, de Fernando Morán, uno de los ministros de Asuntos Exteriores más preparados que ha tenido este país. Tampoco he visto el video entero: tan solo porque ha sido tan repetido en medios y redes sociales, he decidido que vistos los primeros segundos y comprobada la referencia inoportuna al café con leche no me interesaba saber más. No me da la gana de hacer leña del árbol caído y paso de reírme de alguien que de forma entusiasta quiso hacer algo bien y le salió fatal. Si se hubiese tratado de un caso de corrupción hubiese sido la primera en cortar las ramas de la crítica y la indignación. Pero no por esto, no. Ni hablar.

Y me van a decir lo que ya he oído, que qué vergüenza, que los políticos de este país no hablen inglés, y que vaya ridículo que hacemos en la comunidad mundial. Pues sí, es verdad que la mayoría hablan fatal, pero eso es porque la gente se olvida que los políticos no son sino reflejo fiel de la ciudadanía de este país. Entonces, no me cabe en la cabeza como podemos reírnos de nosotros mismos de esa manera tan cruel, cuando el inglés es la asignatura pendiente de todos y en esta piel de toro los únicos que hablan con soltura de manera generalizada son nuestros vecinos portugueses.

Y mucho peor: ya me dirán ustedes cómo le explico yo ahora a mis estudiantes de inglés jurídico y empresarial que pierdan el sentido del ridículo, que lo importante es comunicarse, que nadie les va a juzgar. A mí todo lo expuesto arriba me la trae al fresco, pero el daño que ha hecho esta crítica voraz de una persona que estaba, al menos atreviéndose a hablar algo en un idioma extranjero es inexplicable, y la impronta que ha quedado de esa burla en el subconsciente colectivo la vamos a pagar muy cara los que tratamos de enseñar idiomas en esta España nuestra, y los que luchan por aprender.

Entonces, vale, este es el mensaje que estamos transmitiendo estos días a los que quieran atreverse aquí a dominar cualquier lengua (lo que solo por cierto, no sé si saben se hace a través del error): dejemos que sólo los traductores y los filólogos (y los famosos nativos, claro, aunque sean analfabetos y de la zona más deprimida de Brighton sur) tengan la legitimidad de hablar lenguas extranjeras. Que nadie que tenga esa perfecta formación se atreva siquiera a decir ni mu. Y aquellos que se dediquen a la enseñanza de lenguas extranjeras a personas de otra generación que no tuvieron la oportunidad de hacerlo en su día, esos, al paredón.