Llega otro fin de curso más, trayendo consigo la época de las graduaciones. Y cada año viajo en el tiempo, recordando, nítidamente, el momento en el que yo estaba en el lugar de mis alumnos, a punto de acabar la carrera y con un montón de interrogantes delante de mí. Lo había conseguido, por fin, después de tantos años de sacrificio de mis padres; después de tanto trabajo por mi parte. Creía que una época de mi vida había terminado, y que cerraría los libros definitivamente porque había acabado de estudiar. Me había costado mucho hacer la carrera de Traducción. Entonces no era una licenciatura, ni un grado, solo una diplomatura de tres años, por lo que a mi padre aquello no le parecía cosa seria y tuve que llegar a un trato con él: me dejaría estudiar lo que me apasionaba, si antes hacía la licenciatura en inglés. Y tuve que acceder. A mí hacer filología se me antojaba un rollo insufrible, pero al que le gusta estudiar consigue hacer que casi todo lo que lea le apasione. Al final, me hinché a leer literatura angloamericana, disfruté muchísimo con la crítica literaria y nunca me he arrepentido de estudiar aquello, porque realmente fue bonito y porque de nada serviría ir hacia atrás.

Siguiendo los preceptos de mi padre, conseguí aprobar las dos carreras. Pero ejercer la filología implicaba dedicarse a la enseñanza, y yo tenía muy claro que no servía para enseñar. No tenía paciencia, no me gustaba tener que escuchar a la gente, y mucho menos que me escucharan a mí. Así que me juré que yo solo me dedicaría a traducir Derecho y Economía, que era mi pasión. Entonces no había crisis, o por lo menos no había una tan diagnosticada como ésta, pero tampoco existían Internet ni las redes sociales ni las bibliotecas virtuales. Los traductores, básicamente, teníamos los diccionarios y algunos libros que conseguíamos importar sobre la especialidad.

Durante muchos años „con la excepción de mi primer trabajo como intérprete en una gran empresa de astilleros„ no encontré más que ofertas para dar clases de inglés. Y yo seguía en mis trece, emperrada en que la enseñanza no era lo mío, pero tenía que comer. Entonces las empresas no estaban educadas para saber lo que es un traductor ni un intérprete, por lo que los trabajos que me salían eran esporádicos, pero no cejé en mi empeño, y seguí empollando diccionarios jurídicos y financieros, y cogiendo traducciones que a veces me venían enormes. Nunca dejé de tener fe en que algún día conseguiría ejercer mi adorada profesión.

A la postre, mi joven marido se emperró por aquel entonces en que fuéramos padres, y se puso tan pesado el hombre que me quedé embarazada y me puse a criar. Trabajaba a horas extemporáneas, como podía, dando clases a empresarios y juristas. Y aquello de la enseñanza, como era de lo que me apasionaba, me empezó a gustar. Estudiaba por las noches, entre biberón y biberón; sacaba horas de donde no las había, pero al fin conseguí enfocar lo que me daba de comer hacia lo que amaba, dándome cuenta de lo mucho que podía aprender del intercambio intelectual y emocional con mis alumnos juristas y economistas. Y acabé amando la enseñanza también.

Durante muchos años sufrí la incomprensión de mis colegas hacia mi materia de interés „lo que ahora se llaman las lenguas aplicadas a las profesiones„y la indiferencia de la Academia y la sociedad por lo que eran los incipientes estudios de traducción. Pero intuía que algún día la verdad y el sentido común saldrían a flote, como así fue cuando la Universidad de Murcia estableció lo que hoy es un magnífico Departamento de Traducción. Habían pasado veinte años, pero el tiempo no importa si has conseguido tu ilusión.

Hoy no es que no me arrepienta de mi camino, es que pienso que el Universo ha conspirado para que yo haga con pasión y cierta eficiencia lo que ejerzo en la actualidad. Sospecho que lo que he enseñado es poco si lo comparo con lo mucho que la vida, las dificultades y mis propios alumnos me han enseñado a mí. No me olvido de darle las gracias a mi padre por empeñarse en que hiciese lo que él creía que era lo mejor para mí, y mi corazón también está agradecido a esa estela de alumnos que ha posibilitado que yo sepa lo que sé. Cada año le deseo suerte a la promoción que se gradúa, pero no sólo eso, pues la suerte es de quien se la trabaja, de quien tiene fe en lo que busca, de quien posee la paciencia y la persistencia para conseguirlo. Y cuando una consigue lo que anhela, agradece a quienes le apoyaron, a quienes le enseñaron, incluso a aquellos que le hicieron sufrir. Pero, por encima de todo, una sabe que fueron su propio tesón, su fe ciega y su trabajo constante los que la pusieron ahí.