Para Eugenio Trías, in memoriam.

Puesto que Dios nos permite percibir lo justoÉ", dijo Lincoln en el discurso de toma de posesión de su segundo mandato. Sin duda, no conocía a los políticos españoles. Toda su aspiración consiste en crear un mundo en el que lo justo no pueda ser percibido. Vienen haciéndolo desde siglos. En lugar de claridad, barullo. Cuando Gabriel Naudé, a mitad del siglo XVII, publicó sus Consideraciones políticas sobre los golpes de Estado, recordó más ejemplos de políticos españoles que de ningún otro país. El reino que más perseguía a los maquiavelianos era el más maquiavélico. Comenzó por la gran confusión que creó Carlos V dando alas a Lutero para tener una excusa a la hora de intervenir en Alemania y hacerse con el Imperio. Un golpe de Estado, en el viejo sentido del término, puede ser definido como aquella actuación generada por el poder de tal modo que no pueda percibirse jamás en su claridad. Un golpe de Estado es aquello de lo que no puede hacerse historia. No es un azar que todos aquellos casos arquetípicos de golpes de mano desde el poder inspirasen a lo largo del siglo XVIII las mejoras obras del teatro político burgués. Todos los dramas de Schiller fueron casos de estudio de golpes de Estado narrados en el libro de Naudé. Hasta el golpe de 1981 tuvo que ser abordado por la literatura, no por la historia.

He recordado aquella frase de Lincoln al hilo de la nueva película de Spielberg, una obra de pedagogía política, desde luego, pero también de mística política. Estudiada hasta en el último fotograma, se nos narra en ella otro golpe de Estado. Tommy Lee Jones, en un poderoso papel, lo dice ante su ama de llaves, por supuesto una mujer negra, en el instante de apagar la luz y acogerse en su regazo: "Hemos realizado el acto más importante del siglo XIX por el manejo de la corrupción política llevado a cabo por el político más puro de nuestro tiempo". Como premisa de maquiavelismo no está nada mal. Por él, Lincoln compró los votos que le hacían falta para abolir la esclavitud y atrasó el acuerdo de paz con la Confederación para que se reintegraran a una Unión ya sin esclavos. Si Maquiavelo habló de ese híbrido monstruoso que era el político como una mezcla de león y pulpeja, un tótem imposible, Spielberg ha ofrecido su alternativa y nos ha dejado una propuesta sencilla: Lincoln fue un elefante, el tótem del Partido Republicano. No ha sido una propuesta ingenua. Es un llamamiento a que el Partido Republicano se aleje de ese engendro sin alma ni espíritu que es el Tea Party para que, en el espíritu de su mejor ancestro se sume al proyecto de integrar a los diez millones de sin papeles hispanos en ese gran país.

Y así ha ordenado que actúe a Daniel Day-Lewis. Desde el primer fotograma, Lincoln emerge como un gran animal de la tierra, silencioso y benévolo. "Me muevo lentamente", dijo una vez, "pero jamás desando mis pasos". Un elefante nunca lo hace. La escena en que carga con su hijo es monumental. Hay que mirarla para saber hasta qué punto ha interiorizado el actor la forma de ponerse en pie de los elefantes. Lo más prodigioso de la película es que incluso alcanza a hacernos ver cómo funciona una mente de paquidermo. Merodea a paso lento alrededor del asunto, se pierde en la sabana, se va de excursión por anécdotas, pero en realidad va en línea recta a su objetivo y lo demuestra encontrando el corazón del problema, ante la sorpresa de todos. Nunca está distante de nadie. Siempre huele a tierra. Su lugar es el sencillo porche en el que fuma con Grant, como dos paisanos al atardecer. Es grande, pero no deja de ser un animal de la tierra. Cuando lo vemos a caballo presenta en su aspecto algo de esa hermandad de animales que al parecer fue la forma de habitar el paraíso.

En un hombre así es verosímil escuchar: "Con malicia hacia nadie; con buena disposición hacia todos; con firmeza en el Derecho, puesto que Dios nos permite percibir lo justo, nos esforzaremos en acabar el trabajo en el que estamos empeñados para vendar las heridas de la nación". Este ánimo sólo tiene un nombre: limpieza. Si tuviéramos que imaginar que, por un pequeño milagro, algunos políticos se vieran dominados por un rapto de limpieza, quizá podríamos escuchar de sus labios algo así como esto: "Para vendar las heridas de la nación, pongo mi cargo a disposición de quien corresponda, porque haber tenido trato de favor por parte de Correa, Bárcenas y sus amigos produce escándalo insuperable y constante, e implica un desprecio a nuestros conciudadanos, a quienes tantos sacrificios pedimos". Pero entonces estaríamos ante gente que tendría cultura política y aquello de la que ésta brota: el respeto por la ciudadanía que enraiza en un profundo sentimiento de igualdad. Sin embargo, esa no es nuestra cultura dominante. Por doquiera que voy, en mis clases o en mis conferencias, siempre recibo la misma pregunta del público. ¿De dónde viene este profundo desprecio, esta insensibilidad de nuestra clase política para percibir lo justo, esta indiferencia al escándalo que produce en su pueblo?

Es difícil dar una respuesta. Pero al menos algo podemos decir. Nadie quiere que tengamos la capacidad de percibir lo justo. Queremos que nos digan la verdad sobre la contabilidad B y ellos nos muestran la contabilidad A. Todo está diseñado para un acto de fe que implica la renuncia a la inteligencia. Credo quia absurdum est. Este hábito no surge de la política, sino de estratos generales del alma. Pero sea lo que sea y tenga las causas históricas que tenga, con ese obscurantismo sólo se trata al enemigo, no al amigo. Se trata a quien se teme, no a quien se respeta. Se trata al que se domina, no a quien se gobierna. Es quizá la forma en que el conquistador trata al conquistado, no a su propio pueblo.