El sábado pasado, mientras veía con mis hijos la cabalgata de los Reyes Magos -un espectáculo que me gusta mucho-, se me ocurrió que esa clase de festejos populares, con bandas de música y carrozas y caramelos que llueven del cielo, son muy difíciles de imaginar en cualquier otro lugar del mundo. Que yo sepa, la cabalgata de Reyes sólo se celebra, aparte de nuestro país, en dos pequeñas ciudades de México y de Portugal, y también en algunos lugares de Polonia y la República Checa, pero desde hace poco tiempo y quizá sólo por el deseo de hacer una especie de carnaval más o menos festivo y comercial. En todos los demás sitios es un espectáculo inimaginable. En Nueva York tienen la Macy's Parade, que se celebra el día de Acción de Gracias y que es lo más parecido que he visto a una cabalgata de Reyes, pero está organizada por unos grandes almacenes y no tiene nada que ver con nuestra idea de los regalos y los caramelos, a pesar de que también hay carrozas y muñecos y bandas de música.

La primera cabalgata de Reyes en España se celebró en Alcoy en 1866. En Barcelona, un empresario llamado Miquel Escuder organizó trece años después, el 5 de enero de 1879, una cabalgata benéfica "con el objeto de entregar el aguinaldo propio del día a los niños de ambos sexos de la casa provincial de Caridad, de Misericordia y de Maternidad y Expósitos". La idea inicial era un propósito más o menos caritativo que procedía de una tradición de regalos que se asociaban con la noche de la Epifanía y la Adoración de los Magos (Shakespeare escribió una de sus comedias menos conocidas, Noche de Reyes, inspirándose en esa tradición). Después llegaron otras cabalgatas, que empezaron a celebrarse de forma regular a partir de los años 20 del siglo pasado.

Pero lo que más me interesa de las cabalgatas de Reyes es que definen de forma inmejorable la idea de la política que hemos tenido -y todavía tenemos- en nuestro país. Ahí tenemos a unos señores que recorren las calles montados en unas carrozas -que en otros tiempos eran caballos o camellos, o quizá elefantes en la memoria de los más fantasiosos- y que van arrojando caramelos porque traen sus regalos a todo el mundo que espera pacientemente en la calle. Ahí tenemos a un país en el que todo el mundo se acostumbra a que el Estado -o cualquiera de sus reencarnaciones administrativas- se lo dé todo hecho, y en el que nadie asume la responsabilidad individual, ni el error o la equivocación en una decisión que ha sido perjudicial para los demás, y en el que nadie reconoce que ha actuado mal o que podría haber hecho las cosas mejor. Ahí tenemos al país en el que nadie se fía de la gente con criterio propio, porque todo el mundo está demasiado pendiente de ponerse en la fila y acercarse a las carrozas desde donde llegan los cargos y los presupuestos y los contratos y las jugosas comisiones. Y ahí tenemos a los aparatos de los partidos, que no aceptan críticas ni ideas propias de nadie. Y ahí seguimos todos, esperando ilusionados que nos toque algo en la pedrea de regalos que caen del cielo con cada cabalgata de Reyes.

Ésta es nuestra idea de la política, sin sociedad civil y sin iniciativa individual de ninguna clase. Y por eso nos gusta atribuir los problemas a una causa externa que actúa como una especie de predestinación ineludible, ya sean el neoliberalismo o los mercados que es la causa de todos los males para la izquierda, o el déficit y la austeridad que son el origen de todo lo malo que sucede para lo que podríamos llamar derecha. Pero muy pocos economistas se ocupan de los fraudes, por ejemplo, o del pésimo uso de los fondos públicos, o del mal funcionamiento de la Administración, o de la tendencia suicida por parte de la clase política a no exigirle a la ciudadanía un respeto y un uso responsable a los servicios públicos que son de todos. Y ahí seguimos, empujándonos para hacernos un hueco en la cabalgata de los Reyes Magos.