Han pasado treinta o cuarenta inviernos y aún me extraña levantarme el día de Reyes y ver que éstos, otra vez, no me han dejado unos muñecos para jugar. La infancia es tan incomprensible como la muerte de los demás: uno nunca se termina de acostumbrar al fin de una como a la llegada de la otra. Nunca te haces de verdad a la idea. La sensación de estupor es permanente.

Me ha asustado comprobar la desasosegante actualidad de la infancia en mi cerebro, cuando ya estoy mucho más cerca de la ancianidad, repasando la nueva obra de Guillem Medina, un autor especializado en libros sobre viejos juguetes (30 centímetros... o menos, 50 años de muñecos de acción articulados, Diábolo Ediciones, 2012). Madelman, Geyperman, Big Jim, Airgam Boys... El desasosiego viene de este libro maniáticamente ilustrado: no guardo mayor recuerdo de etapas enteras de la vida, con sus acontecimientos trascendentes, y sin embargo he sufrido violenta perplejidad al comprobar que lo que queda de mi cerebro guarda aún el tacto de la más irrisoria piececita de plástico industrial, que por alguna razón seguía estando ahí, con una absurda claridad, tras descatalogarse en la noche de los tiempos. Apenas recordamos edades sumamente importantes para la entrada en sociedad, como si le hubiesen ocurrido a otro. Sin embargo, nimiedades muy anteriores somos capaces aún de representarlas, con una capacidad absoluta para el detalle que yo llamaría diabólica. Es la lente de aumento de la infancia, tan bellamente explicada por Schopenhauer. La felicidad consiste en limitarse... pero cuando crees, como el niño, que tu burbuja es todo el mundo. Cuando eres niño el firmamento alcanza hasta la punta de tu pie, estando tumbado en el suelo. El Universo es lo que estás haciendo en ese rato. Los amigos junto a los que descubres el mundo representado a escala en una baldosa (toda la Creación, para el niño, no es más que la repetición ad infinitum de esa misma baldosa) son tus soldaditos, tus monigotes. Por eso los muñecos son siempre inquietantes. Porque, cuando acaba la infancia, son los únicos que saben todo sobre ti. Siempre parecen a punto de decir algo, pero cuando las madres los tiran a la basura siguen callando sobre la secuencia completa de tu crecimiento y posterior perdición.

No he logrado olvidar, todavía hoy, que yo, por diversión, pinchaba con un alfiler los ojos incrustados de los hombrecillos madelman, metiéndolos para dentro de su cabeza hueca, y luego aquellos ojos sonaban como las bolitas de un siniestro sonajero. Su mirada vacía me sigue acusando.