Hace unos días conocíamos la noticia de que el alcalde de Roma, Gianni Alemanno, ha firmado un decreto que prohíbe comer en los lugares de interés histórico, artístico o arquitectónico de la ciudad para protegerlos de la polución. La multa por saltarse esa norma va de los 25 a los 500 euros. Según señala el propio decreto, esta medida ha sido necesaria porque los turistas no respetan «las normas más elementales de decoro urbano», y la gente derrama bebida, tira comida y ensucia con desperdicios, latas y envoltorios las plazas, escaleras y fuentes históricas de cualquier lugar sin ningún tipo de pudor. Pero, aunque Gianni Alemanno esté preocupado por la situación de su hermosa ciudad, el afán gorrino de algunos seres humanos no comienza al llegar a Roma; comienza mucho antes. Comienza, de hecho, nada más subir al avión, donde los pasajeros al llegar „como en una orgía descomunal de inmundicia y griterío„ dejan los asientos hechos una auténtica pocilga.

Durante este último año, el Gobierno del PP y los Gobiernos autonómicos de las diversas e inútiles Comunidades autónomas de este descompuesto país están llevando a cabo un plan para atajar el problema del absentismo laboral de los funcionarios. Para esto no se les ha ocurrido otra cosa mejor que descontar el sueldo a los que estén de baja, un 50% los tres primeros días y un 70% los días sucesivos hasta el vigésimo.

No soy un fan de las prohibiciones, pero sí un seguidor acérrimo de los castigos. No creo, sinceramente, que a estas alturas de la evolución humana haga falta decirle a un individuo con sus capacidades mentales en perfecto estado que tirar el papel de aluminio a los pies del Coliseo es de cerdos, aparte de poner de manifiesto la escasa sensibilidad artística de la persona en cuestión. Tampoco creo que haga falta decirle a un funcionario que no puede llegar al trabajo, dejar el coche en marcha, fichar y volverse para su casa como si tal cosa. Y tampoco creo que haga falta decirle a la gente que no debe dejar cascos de cristal en las aceras, que no debe mear en los portales, o que no debe ocupar dos plazas de aparcamiento, por ejemplo. El que hace este tipo de cosas lo hace a sabiendas de que actúa mal y, lo que es peor, de que tal actuación no tendrá ningún perjuicio para él.

Se debe permitir comer a media noche escuchando el sonido del agua junto a la Fontana di Trevi a cualquier ser humano, pero se debe castigar muy duramente a quienes tiren desperdicios. Asimismo, tampoco se debería quitar el 50% de su salario a quienes falten los tres primeros días por una baja, pero sí debería castigarse muy duramente a aquellos que aprovechándose de un trabajo para el Estado falten de manera reiterada a su puesto de trabajo sin justificación alguna.

Muchas de las prohibiciones que sufrimos en la actualidad los seres humanos, como todas las anteriores, son la consecuencia de políticas pseudoprogresistas donde se elimina la moralidad y donde el castigo es sinónimo de dictadura. Y por esa progresía mal entendida „por no querer castigar a quienes no actúan correctamente„ se ha llegado al fin a esta justicia de los injustos, donde por culpa de quienes no cumplen las normas se castiga a aquellos que sí lo hacen.