Nuestro bipartidismo, por suerte imperfecto, a veces cambia de pareja: ahora el PP prefiere a CiU. Se quieren. Incluso Alfonso Guerra dijo en ocasión lejana que Montesquieu había muerto y no, no ha muerto, pero no faltan los intentos de apuñalarle, no porque la división de poderes funcione admirablemente sino porque es la solución menos mala que existe a las constantes lesiones que han de sufrir los derechos y libertades individuales. Cuando un torturador te arranca la piel, es tu persona la que sufre, no ningún principio filosófico; pegarle a un detenido es pecado, desde luego, pero sobre todo es delito y puede ser depurado por un juez.

Nuestro bipartidismo solo acepta culos calientes en los asientos de los parlamentos y jueces de una ganadería o de su contraria. Y luego pasamos por el pueblo más indómito de Europa, qué risa. Siembran miedo porque tienen miedo: más miedo que vergüenza, no por un sentido patológico del orden, que también, sino por no dejar ni el más miserable de los espacios por ocupar.

Por eso apelan a la independencia judicial para justificar la no comparecencia de Carlos Dívar en el Parlamento: si el Parlamento no puede fiscalizar a la cabeza visible de los jueces ante indicios muy sólidos de abuso de su posición, arreglados estamos.

La división de poderes no es la estanquidad de poderes: el Estado democrático no es un submarino.

Otro tanto puede decirse de la investigación al Rey que alguien osó calificar de «inconstitucional». En efecto, nuestra Constitución dice que el Rey no es responsable de sus actos (motivo suficiente para preguntarnos si no habrá llegado la hora de cambiarla), pero sí lo es el ministro que refrenda con su firma cada actuación de la Corona. Es decir, que alguien tiene que explicar la manga ancha con las travesuras reales.

PP y CiU han vuelto a ponerse de acuerdo para que no comparezca Artur Mas y explique en el Parlamento la misteriosa querencia de los ladrones del Palau de la Música por enviar talones a los convergentes. Presuntamente.