Ahora que los grandes inversores del mercado internacional nos han puesto al cobrador del frac en cada paso de nuestras fronteras, vamos presurosos a reformar la Constitución, para que nadie diga que no somos de palabra y para pregonar a los cuatro vientos que pagaremos todas las deudas, que para formales, nosotros. Al saber de este acontecimiento, las gentes de a pie nos hemos quedado un tanto perplejas, porque lo que era intocable, inmodificable, un delito con solo pensar en trastocar un párrafo, se cambiará en treinta días, tras una noche de charla, cortados y cubalibres, con Rubalcaba o sin él. La algarada política de esta semana, con sus dimes y diretes, es para dejar esculpido lo obvio en el dintel de nuestra joven y convulsa democracia: que no debemos gastar más de lo que ingresamos y que ojito con los créditos, que son como puñalás. No parece que esta empresa sea como el descubrimiento, pero así se nos presenta, como un gran acuerdo que será plasmado en la Carta Magna, con gordas letras romanas bañadas en pan de oro. Ya decía mi admirada María Antonia, concejala del PSOE y mosca cojonera del felipismo de aquellos años, que las cuentas del Estado son las mismas que las de cualquier familia, solo que con muchos más ceros detrás. Por ello, ahora toca mirar hasta por los céntimos, que valen tanto como las viejas y añoradas pesetas. Y si ingresas diez está claro que no puedes gastarte doce, porque cuando menos lo esperas viene lo que viene: facturas impagadas, primas de riesgo, lamentos, dolores de cabeza y, si te descuidas, ese odiado tipo del frac a quien seguro que le pagaron el traje la Merkel y el Sarkozy. El susto ha sido tal que hasta Mariano Rajoy ha decidido entrar en razón. Y se ponen a meterle mano a la Constitución, cuando, desde hace tiempo, lo más sencillo hubiese sido aplicar lo que, menos nuestros políticos, tiene hasta el último despistado: lógica y puro sentido común.