Las cosas no irán tan mal, dado que los seres humanos muestran una razonable aversión a morirse. De hecho, cuando una persona ha pasado décadas sin tropezar con la muerte, cuesta convencerle de que sigue vigente. Un científico veinteañero recién licenciado por Oxford se enfrentó a este dilema, al serle diagnosticada una esclerosis lateral amiotrófica. Sintió el absurdo de la existencia, y se planteó la alternativa del suicidio. Desistió finalmente, una decisión personal a la que millones de sus congéneres deben revelaciones cruciales sobre los agujeros negros, y un redescubrimiento de la historia del tiempo. Se llama Stephen Hawking, y medio siglo después vive con unas limitaciones que serían insufribles para la mayoría.

En España adquirió mayor notoriedad la noble opción de Ramón Sampedro, cuya oposición a la vida como condena sobrevive incluso a una película tan mediocre como Mar adentro. Su postura no será resuelta por la eufemística Ley Reguladora de los Derechos de la Persona ante el Proceso Final de la Vida, donde el PSOE hace malabarismos para saber de qué hablamos cuando no queremos hablar de eutanasia. Para quienes recelen de remontarse a Sócrates, la guía más diáfana al problema figura en Salvador Pániker, un apasionado de la peripecia vital y un pionero en la batalla por la dignidad de la muerte.

Al margen de leyes, cada persona decide a diario si su vida merece la pena ser vivida, según establece Camus en la primera página de El mito de Sísifo. Bajo este precepto, hay que decidir cuánto tiempo vivo se ha de invertir pensando en la muerte. Aunque Cicerón aseguraba que filosofar era prepararse para morir, sin pensar también se muere.

Montaigne, el más europeo de todos nosotros, aseguraba que «el que aprende a morir, aprende a no servir», pero todos ellos operaban cuando no podía encomendarse a un ordenador el control de los datos fisiológicos que desaconsejan la subsistencia corporal. Una vida digna no garantiza una muerte digna, pero tal vez sea lo único que podamos permitirnos.