En 1970 le dejé mi primer libro de poemas. Me hizo un prólogo. Libro y prólogo fueron abortados por la censura previa. Gabriel Celaya no era profeta, pero era poeta. Y me decía que la poesía era una materia dura y ardiente. En aquellas palabras de presentación de un libro que nunca verá la luz me repetía que «la poesía es un arma cargada de futuro», y hablaba del poder de las ideas, refiriéndose a Marx.

Después pude verlo varias veces. Vivía en un tercer piso y sin ascensor con una mujer de su misma trinchera Amparitxu, que de mayor le parecía a Gloria Fuertes pero sin el diminutivo literario infanticida de la poeta, sino que era rebelde, como su compañero de vida. Los dos se fueron con la cabeza bien alta.

Desde aquella ´lírica de cámara´ retornando a los golpes que vivió Gabriel, he podido obtener la credulidad de un poeta único, por solitario; de un poeta verdadero, políticamente incorrecto, vertiginoso, audaz, profundo, como lo fueron León Felipe, Larrea, Garfias o Rejano. Un poeta maldito, si es que la malditicidad consiste en morirse un día gris con aguacero, como le pasó a César Vallejo, aunque no fuese en París.

Una decrepitud de soledad le arruinó la vida, solo alegrada por unos pocos amigos suyos que compartieron su dolor. Y ahora todos: los funcionarios públicos, los poetas de los círculos económicos, los caínes sempiternos de la literatura culta y los de las listas subvencionadas de los pueblos, incluidos los cientos de poetas que deben de buscar una palabra pertinente para sus lánguidos versos, unidos a los que quieren salir de la oscuridad, se acuerdan de él. Cuéntenme entre los malditos, me gusta estar ahí, en el frío de la calle. Pero no huyamos de nuestros deberes. ¿Para qué tanta exaltación si cuando nos necesitaba no estuvimos a su lado?

Es igual. La poesía alzada a la intemperie, la realizada por las herramientas duras como la que forjó el poeta vasco («antes de España ya estábamos los vascos»), la que no tiene caramelo en la lengua sino que es bronca por vivirse a golpes de la vida para decir que somos quien somos, la que tocó el fondo del poeta y resiste a los hijos melosos de los falsos sentimientos poéticos.

La poesía es otra cosa. Lo decía Gabriel en aquellas palabras que me confesaba: «Un poeta es una conciencia alerta». Y ahora, cuando los estudiosos de la literatura se preparan desde el mercantilismo comercial para imprimir la lista de un canon del último siglo donde estén los escritores de sus propias reservas editoriales, no contarán los poetas comprometidos con su momento histórico. En los primeros trabajos de los eruditos de la pomada literaria, ya no cuentan aquellos de la voz y la palabra, como la de este poeta insumiso, apartado voluntariamente, peregrino, pero seguro de su quehacer. El ingeniero de caminos que abría surcos para los nuevos senderos de una poesía viva.

Pero sepamos que hace un siglo nació un poeta. Se llamaba Gabriel Celaya. Era amable y bondadoso, como un niño. Por lo demás, festejemos su poesía detenidamente, aunque no haya mucho tiempo para ello porque la velocidad del Siglo XXI solo entiende del «sálvese quien pueda» y del dinero. Y Gabriel murió pobre, con tan solo la sonrisa de su Amparitxu. Pero le debemos algo. Un siglo puede ser una revisión de una vida, pero lo seguro es que siempre estará el eco de aquella voz poética de sentirse un obrero del verso que trabajaba con otros España, provocándonos a no discutir la poesía ñoña del bonito golpear contra las palabras con un «quinquilinquín». Eso decía él, cuando aprendimos que la poesía es «una materia dura y ardiente».