Pese a haberme lamentado mucho en el pasado al recibir críticas (a mi trabajo, a mi actitud, a mis ideas), hoy creo firmemente en lo positivo de la discrepancia y la controversia: para avanzar, se necesitan obstáculos, y para aprender a estar en lo cierto hace falta, primero, revolcarse en el polvo del debate y la refutación. Esta afirmación puede rayar en lo paradójico, pero lo cierto es que hoy soy más sabia que ayer, gracias a quien se paró a justipreciar, y luego a reprochar, mi tarea. Con razón o sin ella. Eso me hizo aprender, y mucho. A defenderme, y a hacerlo bien. Y es que no hay nada como hacer frente a los desacuerdos y a las contrariedades para aprender a afilarse las uñas en el tronco duro y áspero de la disconformidad, fecunda cuando bien entendida. Y de ahí, reflexionar, reaprender, y crecerse. Porque la discusión, el debate

—cuando no se tropiezan con la cerrazón cognitiva y empecinada de algunos lerdos— generan ricos frutos que promueven el conocimiento, el aprendizaje y el descubrimiento de cosas nuevas. Reza la Biblia: «A los tibios de corazón, los vomitaré de mi boca». Ni siquiera el cabreado Dios del Apocalipsis quiere creyentes que no se cuestionan su fe. Qué pandilla de aburridos e inermes fieles, dice Dios, esos que creen a pies juntillas, sin dudar, sin discrepar. Y es que nada se genera en la yerma horizontalidad de la placidez sin controversia ni rectificación.

En 1906, Santiago Ramón y Cajal recibió el Premio Nobel por su revolucionaria teoría de la neurona. Compartía el premio con Camilo Golgi, inventor del método de tinción por medio del cual el propio Cajal pudo desarrollar su estudio de las células nerviosas. Sin embargo, Golgi nunca llegó a estar de acuerdo con la teoría de Cajal, y así lo manifestó, alto y claro, en el discurso de aceptación del Nobel. Y nosotros hoy no conoceríamos las neuronas, de no ser por la controvertida e involuntaria colaboración de estos dos insignes científicos en pos de la descripción del cerebro humano. El primer presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, incorporó a su Gobierno a sus tres más feroces rivales, verdaderos hombres de Estado, mucho más formados y adinerados que él: William Seward, Salmon Chase y Edward Bates. Los tres aceptaron el cargo con desgana, porque despreciaban a Lincoln; los tres acabaron rendidos ante su carisma, su oratoria y sus dotes de negociación. Y la experiencia e inteligencia de los tres hombres, hábilmente conducidos por su presidente, contribuyó a sacar al país de una de las más severas crisis de su historia: la Guerra Civil. Bill Gates y Steve Jobs son los principales responsables las dos empresas más importantes del sector tecnológico del mundo, y mantienen una rivalidad histórica. Sin embargo, los sistemas operativos tal y como los conocemos hoy no serían lo que son sin la brillante, fascinante, estimulante competencia entre Microsoft y Macintosh. Y es que cuando dos rivales tan poderosos como ellos enredan sus cuernos en el choque de la discordia, pueden llegar a cambiar el curso de la Humanidad.

Muchos pensadores y científicos, desde los griegos presocráticos, pasando por Aristóteles y Sócrates hasta Kant, Hegel, y —más recientemente— Karl Popper, defienden que la búsqueda del conocimiento debe pasar, necesariamente, por el razonamiento a través de afirmaciones y refutaciones: de la contraposición de tesis y antítesis emana la síntesis, más cargada de razón que los supuestos anteriores. Las sociedades avanzan por la fuerza destructora de la contradicción y el cambio: las tradiciones se rebaten, y surgen nuevos ritos; las modas suceden a otras modas; los sistemas caen en desuso cuando se ponen en cuestión.

De nada sirve, pues, resistirse a la divergencia, a la discrepancia. Es mejor aceptarlas como generadoras de nuevas ideas y estructuras que nos permitan obtener una perspectiva global de la realidad, y nos ayuden a seguir avanzando. En este país en el que vivimos, enfrentados a las radicales diferencias de opinión y visión de dos formas de concebir el gobierno en una sociedad en decadencia, hemos de tratar de reflexionar y comprender, de ser flexibles y porosos, para poder dar el golpe necesario al timón del razonamiento automático por defecto, adormecido por la fuerza de la costumbre. Innovemos, pues. Este tipo de sociedad, tal y como la conocemos, se acaba. Desafiemos, definitivamente, los dogmas establecidos, las rígidas convenciones; pongamos a prueba nuestras propias opiniones y creencias: probablemente nos sintamos liberados por la excitante aventura que es ver la realidad desde otros puntos de vista, otras visiones. Y, de paso, daremos ejemplo y aliento a los jóvenes, que esperan nuestra cooperación para llevar a cabo el cambio hacia una sociedad más justa, más moderada y más receptiva. No nos queda otra: si no lo hacemos así, lo harán ellos por nosotros.