Mi abuelo materno, quien fuera para mí una especie de híbrido entre niñera e instructor espartano, a lo largo de aquellas veladas de los años treinta del siglo pasado sin teles ni radios, me contaba cuentos, con alguno de los cuales tendría que reencontrarme muchos años más tarde en fragmentos de la literatura clásica e incluso a veces menos clásica. Verbigracia el del encuentro de Ulises con el cíclope Polifermo, especie de gigante de un solo ojo que se lo dejaba abrasar con un tizón de regular diámetro hecho carbón encendido.

De todos modos, el de mi preferencia no se basa en la obra de Homero ni en la de ningún otro de entre los griegos y latinos, sino en la de un novelista que precisamente no se cuenta entre los de mi preferencia de su misma generación: Vicente Blasco Ibáñez. No recuerdo el título de la colección de Cuentos Valencianos en que se incluye ni el del relato en sí, pero sí del argumento.

Trátese de un joven pastor que apacenta su rebaño a orillas del río Turia, quien consigue mantener una cordial amistad (casi cariño) con una serpiente que él mismo ha criado dándole a beber leche de sus propias ovejas, lo cual da al relato un desenlace más bien trágico, pues al regresar el pastor del servicio militar, durante el cual —dos años o más— la serpiente se ha visto obligada a buscarse la vida por su cuenta, es tal la alegría que siente al ver aparecer a su benefactor, que le salta al cuello apretándole amorosamente de tal forma que le quita la vida por estrangulamiento.

Fue ya bien entrados los años cincuenta del siglo XX cuando pude comprobar que la leyenda en que se basa el relato del autor de Cañas y Barro es antiquísima y está muy extendida entre la gente llauraora valenciana y la huerta de orillas del Segura.

He aquí un caso: Habiendo sido invitado al bautizo de un recién nacido —ya no recuerdo si niño o niña— en un lugar de la huerta de Algezares, y mientras esperábamos que se hiciera la hora de encaminarme, junto con otros invitados, a la iglesia del pueblo donde se iba a celebrar la ceremonia, descubrí una maceta llena de tierra en cuyo centro se veía una caña clavada alrededor de la cual se enroscaba una mata de claveles, y en todo lo alto de dicha caña había un huevo pinchado con todos sus chorretes ya resecos caña abajo.

Pregunté curioso lo que significaba aquello, y fue el páter familia quien me informó de que era para la bicha (serpiente).

—¿Y qué coño tienen que ver la bicha con un huevo pinchado en una caña? —insistí todavía más intrigado.

—La bicha —dijo el otro— ha visto huevos y ha visto cañas. Pero nunca ha visto un huevo pinchado en una caña, lo que la sorprende y huye asustada. Porque si no, se mete en la cama con la parida y mama de ella mientras mete su colita en la boca de la criatura para engañarla. Y así crecen de raquíticos algunos críos de la huerta.