No podía ser en otro lugar, porque no hay otro lugar en el que el líder del PP pueda proclamar sus cuitas sin que, aprovechando ese momento de debilidad, sus lobos internos se lancen sobre él para rematar su tarea de acoso y derribo. Murcia es un oasis de paz que, bajo la engañifa del agua, mira con indiferencia como a Daimiel le arden las entrañas mientras sigue exhibiendo sin pudor ese insoportable, por insolidario y demagógico, eslogan de "Agua para todos". Pero este es un tipo de delito que las leyes no contemplan. Hoy por hoy, el PP murciano es el único que, estando en el poder, no ha sido salpicado por el caso Gürtel y es el único en el que, estando en el poder, sus miembros no se devoran entre sí en públicas luchas intestinas. De modo que, ¿dónde iba a ir Rajoy a lamerse las heridas?

Murcia es el último consuelo de un Rajoy que parece vivir si no en otro mundo si en otro tiempo, o en otros tiempos. Su tiempo no es de este mundo, en resumen, le pertenece a él, y por eso él lo administra a su antojo, en calidad de sujeto autónomo, en calidad de gallego y en calidad de altísimo responsable en la jerarquía de su partido. Por eso, el jueves declaró a los medios que, sabiendo lo que piensan "los militantes, los cargos electos, los alcaldes, los concejales" el próximo martes (hoy) "tendrán una respuesta a lo que están pensando". Más allá de la audacia y de la prudencia que muestra Rajoy al hacer tal alarde de señorío en la administración de los tiempos, me asombra ese "saber" suyo, porque revela bien un inquietante pensamiento único, bien que Rajoy es de naturaleza divina o adivina, que viene a ser lo mismo, bien que Rajoy, el pobre, anda perdido en su soledad de líder. Y va a ser esto último, porque descartada por mi parte lo de la naturaleza divina, a juzgar por lo que sus militantes, cargos electos, alcaldes y concejales declaran a los medios de comunicación, de pensamiento único nada.

Rajoy ha venido a Murcia buscando un poco de comprensión y de mimo del bueno, harto ya, ha confesado, de ser paciente con su díscolo rebaño, harto ya, ¿por qué ocultarlo más?, de su santidad. Ha venido a renegar no sólo de Job, sino del mismo dios que lo somete a tales pruebas inmerecidas. Ha venido a renegar, a decirle a ese dios suyo que ya vale, que para dios él, que ha sido elegido no sólo por el superdiós Aznar sino también por un congreso soberano. Y tan harto y tan hecho polvo estaba el pobre Rajoy de tener paciencia que en Cartagena hasta le fallaba la sintaxis; a él, que tan buen orador es y que tanta leña retórica sabe dar en el Congreso, pareció quedársele por un momento la mente en blanco cuando elogiaba la virtud de la paciencia, y, sin terminar la frase marcó distancias con "el santo" Job. Y se comprende que le falle hasta la sintaxis, porque tantos golpes dejan sonado, por muy buen encajador que se sea. Sobre todo, porque uno de los golpes duros es que Rajoy sabe, que, salvo tal vez en Murcia (nosotros somos así), no lo quiere nadie en su partido, ni los de la derecha más extrema, porque le falta radicalidad, ni los de la derecha más liberal, porque se deja arrastrar por los ultraconservadores. Pero el golpe más difícil de encajar es algo que no sólo sabe Rajoy sino que lo sabe todo el mundo, que si Gallardón estuviera en su lugar, casi con seguridad el PP ganaría las próximas elecciones. El problema es que en medio de las aguas turbulentas agitadas por la crisis que atravesamos, la perspectiva de que el PP pueda ganar esas elecciones es demasiado tentadora como para que, quienes se ven con posibilidades, no quieran hacerse con las riendas del partido.

Paradójicamente, ante ese horizonte, el PP se aleja de su objetivo de llegar a gobernar este país. La ciudadanía no puede ver con indiferencia el espectáculo vergonzoso de unos líderes a los que la ansiedad está llevando a hacer exhibición pública de una guerra despiadada para la consecución de sus ambiciones particulares. Lo peor es que el daño que esta estrategia fratricida proyecta no afecta sólo a un partido, sino que los votantes tienden, seguramente con alguna razón, a generalizarla y a hacerla extensiva a todos los partidos políticos. Con ello, sale perjudicada no ya la clase política, sino la política en sí. Y que la política salga perjudicada nos perjudica a todos, porque sólo en un clima de respeto a la política los ciudadanos podemos gozar de una vida buena. Claro que para eso necesitamos políticos respetables, que entiendan que a la política no se entra para forrarse ni para beneficiarse ni para alcanzar poder. A la política se entra por voluntad de transformar y de mejorar la realidad social. Lo demás es, simplemente, despreciable.