Una vez que he vuelto al origen educativo -ya quisiera como Carpentier regresar a la semilla- me intereso por la ESO, lo que llaman Educación Secundaria Obligatoria, una parcela que no había tenido ocasión de saborear ni catar -como si se tratara de un melón- pues cuando abandoné el reducto del Alfonso X El Sabio en el año 2000, todavía no se había producido la entrada de tal ciclo (¿o es un ciclón?) en sus siempre viejas y bastante castigadas aulas. Así que, a la hora de elegir horario, y lo puedo hacer por ser el decano en el Centro y el más antiguo profesor en el centro -y no hay que considerarlo como mérito sino obra del tiempo-, opto por la tajada del primer curso, huyendo de los enrevesamientos bachilleriles tardíos así como de los tiernos nenes de teta que llegan, biberón en la mano, a las clases nunca tan mitificadas del instituto alfonsí que cumple este año, dicho sea de paso, la friolera de 170 años, sin que nadie haya dicho esta boca es mía. O al menos yo, cada vez más sordo, no lo he oído.

Los viejos compañeros de fatigas, guardias y claustros, se interesan los primeros días por ver cómo he encajado el cambio de la gestión educativa o cultural por el pie de obra, junto a los pupitres, la tiza, las lagartijas eléctricas de los chiquillos y los timbrazos. Junto a la jauría humana que se arracima cada vez que hay que subir las escaleras del primer piso, cada vez que suena la voz que clama y anhela el liberador recreo -alivio matutino-, cada vez que falta un profesor, cada vez que se desbocan los ánimos y los bríos de gentes en la flor de la vida. Y una vez que se ha consumido la primera semana se interesan los compañeros de si he advertido cambios en el alumnado de aquel entonces -y solo han pasado ocho años- a la edad presente.

Bueno, puestos a reflexionar, les digo que lo primero que me extraña es que ya no están la mayor parte de los compañeros que me acompañaron en una travesía de casi treinta años, que muchos, escapando del rugido de la marabunta, se han marchado a la vida junto a la naturaleza, a oír, sin duda, la música que brota de las hierbas, la dulce armonía que desprende la jubilación, no las melodías de los sonidos a destiempo, las asperezas y el ruido de entre clase y clase, el alboroto, siempre feliz de la juventud. Apenas se frisa la sesentena, los profesores de secundaria, sin duda, salvo alguna que otra excepción, se marchan escopetados a prados serenos en donde reina la tranquilidad y el silencio, escaso en la vida activa. Les comento las numerosas bajas, algunas de ellas tristemente por fallecimiento, y también, obviamente las muchas altas que se han producido, tantas, y algunas tan jóvenes, que cuesta trabajo retener nombre y apellidos, materia que imparten, años de permanencia en el ilustre convento alfonsí. Creo, les digo, que tal como ocurría en los tiempos en los que el Instituto disponía de 2.000 alumnos, 50 aulas y triple turno, algún profesor, cuando hablaba en el claustro. Decía: "Como dice el compañero...." y decía así porque era posible conocerse dentro de tal conglomerado. Y una vez que recuerdo a unos, instalados en dulce retiro, a otros, descansando en su tumba, les digo que echo de menos el estanque de las ranas, las palmeras que concedían breve oasis a la mirada, descanso a la brega, sustituido ahora por la mole amenazadora del edificio que se construye para Museo. Un edificio nuevo que ha hecho viejo -cutre ya lo era- al antiguo.

Pero volvamos a la ESO aunque sea prematuro hacer juicio rotundo cuando apenas ha transcurrido un mes de mi reposición en el campo de la enseñanza. En principio puedo decir que de los tres Primeros de la ESO con los que tengo relación uno de ellos me concede felicidad y complacencia, un deseo de entrar allí durante tres o cuatro horas seguidas sin cansancio ni fatiga. Silenciosos, reposados, tranquilos, atentos, concentrados en las explicaciones, sumisos, obedientes, educados, receptivos, creadores, prestándose al intercambio, a las experiencias, a los trabajos, a las redacciones. El segundo, del que no proporciono muchos datos, todo lo contrario. Mientras sueño con entrar a la primera clase, con el segundo, presiento, que va a ser el culpable de la depresión que me va a atrapar allá, por el mes de febrero o marzo, cuando vea que es imposible sacar punta a un lapicero quebrado y romo, cuando estime que no se puede luchar cuando no hay materia prima o cuando la inteligencia está abotargada por la obligatoriedad, cuando se le ponen cárceles a gentes que pretenden huir, como gaviotas, de las aulas. Un reto para el profesor, piensa la conciencia que, no se sabe la causa, a lo mejor desea salvar a la provincia del horroroso fracaso escolar que la oprime. Una lucha a brazo partido por conseguir salvar de la quema a unos pocos, dice el alter ego, ese otro yo que pretende agotar la última gota de abnegación educativa. Y me queda ese otro curso, que, dicho lo anterior, puede producir alivio unas veces y otras compasión, a ratos horas agradables y a ratos sensación anómala cuando no saben lo que quiere decir la palabra apático, el semema intruso, el fonema o el lexema o la madre que parió a los estructuralistas que han convertido el viejo placer de la asignatura de literatura en una complicada terminología aparentemente científica, bien alejada de los intereses de los jóvenes alumnos. ¿Quién ha cambiado más? ¿Ellos o yo? ¿Eran mejor los alumnos de antes que los de ahora? ¿Es el sistema, como pretenden algunos, los que los convierte en trastos y cacharros que no funcionan o es acaso una nueva juventud con una nueva cultura (si es que se puede llamar así)? ¿Se debe derribar -como yo creo- todo lo que se ha tejido desde la vieja Logse y acudir al pacto educativo antes de que se produzca la necesaria rebelión (de profesores) en las aulas?

Muchas preguntas para tan pocas líneas. De momento confórmense con que les diga que los de la ESO son tremendamente jóvenes, con mucha vida por delante, con mucho que soportar, incluso a profesores novatos como yo.