A mi forma de entender, todos los periodistas de opinión -los llamados columnistas, titulados y amateurs- para poder desenvolverse en lo suyo con entera libertad deberían ejercer de forma gratuita, ya que cuando las habichuelas -o el entrecot del día siguiente-, antes de pulsar cada tecla, tendrán que poner mucho cuidado en no herir los intereses o la susceptibilidad de la amante del peluquero que le riza el pelo a la señora del ministro o del alcalde, mayor o pedáneo, pongamos por caso; mientras que el que escribe de gracia, como en principio pretende Don Quijote que Sancho le sirva, lo único que puede perder es el placer que supone el poner ante el espejo desde el jefe de Gobierno al barrendero de Ingeniería Urbana. A salvo quede SAR Doña Leonor de Borbón y Ortiz, a quien desde aquí, llegue o no a ceñir corona, proclamo mi Reina.

Tampoco quiero decir, claro, que los articulistas tengan que vivir como los camaleones, que no es precisamente del aire, como creen algunos. Al fin y al cabo, el artículo se escribe en poco más de una hora, que bien podremos robársela a las del tiempo libre que nos quedan después de la jornada dentro de la profesión que nos permite ganarnos el arroz a la marinera con langosta de todos los días.

Pero, volviendo a mis borregos, como suelen decir los franceses tras una digresión no del todo oportuna, debo decir -y que no valga mi opinión en este caso- que opinadores los hay de todas las leches. Los hay aburridos, coñazos y algo pedantuelos a lo Cocoví Picornell, e incluso tontos cuyos nombres no traeré aquí, mas que por prudencia, por falta de espacio. Y los hay también naturalmente buenos cuya lectura de lo que escriben, dado su comúnmente humor irónico, resulta una verdadera gozada, siendo mis preferidos Manuel Alcántara, el doctor Paco Carles Egea, Raúl del Pozo -o Raúl Jucar, que era como se llamaba cuando era mi jefe en Mundo Obrero-, el pobre Vázquez Montalbán, el francés Robert Escarpí, que, al igual que mi amigo y camarada Manolo, es de suponer que esté ya también criando malvas.

A este último debo yo mi afición a escribir artículos.

De todas formas, echo yo de menos a aquellos columnistas de los años 40-50, quienes, al verse obligados a expresarse entre líneas, dado el rigor de la censura imperante en la época, decían mucho más que si lo hubieran hecho abiertamente. No olvidemos que sugerir es bastante más intenso que decir, e intuir mucho más profundo que saber. Carlos Castilla del Pino y otros de su misma profesión dixit.

De entre ellos, recuerdo con especial admiración a don Pío, a Wenceslao Fernández Flores... Incluso a Pemán. ¡Lastima que al gaditano le diera por meterse a poetastro:

Feria de Jerez:

rombo y elegancia

/ de una raza vieja

que gasta diez duros en vino

/ y almeja

vendiendo y comprando

/ una cosa

que no vale tres.

Folclore barato de lo más dicharachero andaluz.

Pero por encima de todos, guardo un emocionado recuerdo de César González Ruano, quien incluso en cierta ocasión tuvo la osadía de incluir en uno de sus artículos su propio epitafio.

Llegó, venció, fue vencido

en lo que quiso vencer.

Escribió y, en el tintero,

dejó lo que quiso hacer

para hacer lo que quisieron.

Y se fue.