Al conocer al pintor Severo Almansa, lo primero que se percibe es su temperamento, su potencia humana. Se adivina la posibilidad de una entrega absoluta a sus sentimientos, sean los que fueren y de la naturaleza que sean. Se supone en él un viento en positivo capaz de arrastrar malicias de todo género. Sin embargo, al estudiar su obra, que conozco en profundidad, reluce un brillo intenso de sensibilidad, de sencillez transcendente, de cuidadoso mimo con la aguada que se deshace limpiamente en el papel inmaculado o con el sutil grafito en una línea que se pierde sin saber su destino; cuando dibuja o mancha, todo ese impulso se convierte en atemperado espíritu ante la obra que avanza sin retroceder.

A pesar de su aspecto físico, mirando sus acuarelas o sus retratos, siempre le he imaginado nacido a los pies del Himalaya, orientalizado; pareciera un pintor japonés afincado y enmascarado en un Montmartre o Montparnasse de París. Severo Almansa dibuja sus retratos sin hacer región, sin aprovecharse de su mediterraneidad; resulta sorprendente su universalidad. Los orígenes siempre han sido utilizados por los artistas, desde Goya con su españolismo o Zuloaga con su País Vasco. No le interesa al artista ninguna originalidad local: se muestra tal cual es, sin pretender en demasía ni la admiración ni el desdén, todo ello en combate con su propia fuerza bien entrenada de todos los días. Es la pureza del dibujo y el ayuno de lo pintoresco lo que me sugiere su valor de templanza. El artista vive operante en su gloria, en la que tiene muy relativa necesidad de evolución.

Severo Almansa iba para entomólogo. Con trece años, la UMU le permitía acudir al laboratorio de biología de don José Andreu y, con diecisiete, el Colegio de los Maristas presentó un trabajo suyo sobre la procesionaria del pino en un certamen de trabajos científicos en Japón. Más tarde renunció a una beca de la Fundación Humboldt para estudiar fitopatología en Alemania a cambio de dedicarse a la pintura.

Hice, creo, en Zero (aquella galería que dirigí desde 1970) su primera exposición, que se presentó con un catálogo (supongo uno de sus primeros diseños) hecho a mano, con pequeñas fotos en color de las obras pegadas a mano sobre la cartulina, en número de ejemplares reducido. Es un incunable que ahora, con suerte, se adquiere en Internet.

Con una madurez que solo se adquiere con los años de estudio y trabajo, llegó el tiempo del diseño y, con el arquitecto Vicente Martínez Gadea, abrió ese estudio que llamaron El Dibujador. En él se realizaron carteles muy interesantes y propuestas avanzadas en aquel arte gráfico de los 80 tan recordado. La fotografía, en ese tiempo, tampoco le fue ajena (colección fotográfica de los balnearios del Mar Menor), en su multiplicada acción plástica, que procura difundir entre los más jóvenes cuando la ocasión lo requiere. Temperamento y mesura en un coctel perfecto.