Hay llamadas que llevan impresas la marca de la tragedia. Uno mira su móvil y siente la extrañeza del sonido, algo diferente, la hora, el nombre asociado al número de teléfono. Es un escalofrío que te recorre el cuerpo cuando mantienes la respiración y contestas. No hay más salida que las malas noticias. La voz del otro lado tiembla y parece tener dificultad para construir la oración. Aquel once de mayo de 2011 yo estaba en el cine Danton de París, en pleno barrio de Saint Germain. Mi hermano no solía llamarme a esas horas, las seis de la tarde. La película había empezado apenas cinco minutos antes, era la primera escena de Midnight in Paris, de Woody Allen, pero decidí responder al timbrazo del móvil. Fue un discurso torpe y acelerado que yo apenas entendí. Un terremoto había dañado Lorca. “Destruida”, creí comprender. Él no estaba allí, se encontraba en Granada. De inmediato me confirmó que mis padres estaban bien y en breve colgamos.

           La vida es eso, pensé. “Ha llegado el momento de las dificultades”. El ser humano tiende a pensar en la historia como una materia abstracta que estudia en determinado momento de su vida pero que nunca le afecta. En Lorca, los niños de mi generación han crecido con el relato que recitaban los mayores sobre la gran riada del 73, que dejó a su paso muertos y una escena de desolación, pero nada habíamos escuchado de terremotos. Esas catástrofes solamente ocurrían en otros países. Se veían por televisión. Poco importaba que caminásemos por calles que nos dejaban memoria de otros sismos de siglos anteriores, restauraciones de iglesias que se vieron seriamente dañadas por temblores en el siglo XVIII. Los sucesos del pasado duermen en los libros y nadie piensa que algún día despertarán, de la misma manera que cuando uno pasea por Lisboa no cree que vaya a vivir aquel 1 de noviembre de 1755 o cuando viaja a Nápoles vaya a emular a Plinio viendo el Vesubio en erupción.       

           Pero la historia llegó y allí estaba, con su mueca grotesca delante de mis ojos. Yo a dos mil kilómetros de distancia y los móviles sin cobertura. Durante todo el día me fue imposible ponerme en contacto con mis padres. Recibía mensajes confusos sobre la situación de aquellas horas: gente por la calle, mareas corriendo asustadas y buscando el refugio en el campo, aislados de cualquier tipo de construcción. Luego llegaron los muertos, al principio como un rumor (en las primeras horas, todo fueron rumores), y después como titulares dolorosos en los periódicos. Busqué amparo en la casa de un amigo. No entendía nada y me extrañaba cómo la gente a mi alrededor podía seguir con el ritmo de las terrazas, una primavera que para mí había quedado rota con una sola llamada. Yo sentía una angustia lejana, como si mi cuerpo no respondiese a la tristeza y a los nervios. Un no querer estar más en esa parte del mundo, sufrir con los míos el dolor que ellos estaban sintiendo. Y nada más.

           Tal vez fue por el sentimiento de culpa de no estar allí que decidí comprarme los primeros billetes de avión que salieran hacia Alicante. El vuelo partiría esa madrugada. Con mis padres apenas pude hablar un minutos. Los móviles continuaban sin estar operativos y yo realicé más de treinta llamadas al fijo, pero al estar dentro de casa, no había más respuesta que el silencio. Una de esas veces contestó mi madre, que había entrado para coger algo de abrigo (se acercaba la noche). Su voz sonó preocupada pero aliviada de escucharme. Las madres siempre son madres bajo cualquier circunstancias, y eso las hace irremplazables. Era ella la que se sentía aliviada de escucharme a mí, que estaba viviendo la Belle Époque a miles de kilómetros del dolor. Una réplica interrumpió la llamada. Nos veríamos al día siguiente pero ella no lo sabía. 

           Recordé durante las horas de espera en el aeropuerto a un amigo de aquellos días parisinos. Se llamaba Francesco Irace y era de L'Aquila. En 2009, su ciudad había sido destruida por dos terremotos, de una magnitud mayor que los de Lorca. Solíamos hablar antes de aquel once de mayo sobre los sucedido en su ciudad. Él se mostraba esquivo, añadiendo más timidez a la establecida por nacimiento. Me decía que habían muerto amigos, gente conocida a la que uno se acostumbra a ver diariamente cuando va al instituto, a comprar el periódico o a hacer botellón. La clave, me confirmó al poco de conocernos, fue que en L'Aquila el primer terremoto fue de madrugada. La gente se asustó y tras una hora volvió a casa. Durmiendo les sorprendió la segunda acometida, la más nefasta, como en el caso de Lorca. Murieron 309 personas. En Lorca, mientras esperaba el vuelo, yo no sabía la cifra de fallecidos, pero al menos las sacudidas habían sido por la tarde. 

           Me ayudó abrazarme al recuerdo de Francesco Irace durante esas horas. Encontré en el relato de su tragedia alivio para la mía. Sabía que una de las mayores penas que se habían sucedido en L'Aquila había sido el día después, cuando las cámaras de televisión desaparecen y las ayudas no llegan. Algo similar a derramar más polvo sobre un palacio en ruinas. Fueron muchas las horas esperando a que el avión se posase en Alicante, y la cabeza iba de un lugar a otro sin descanso. Algo de eso notaron las azafatas, que me miraban con rostro cariacontecido, como si me hubiese convertido en un pasajero especial al mirar mi procedencia en el DNI. Algo intermedio entre lástima y morbo. 

           Y llegué. Recuerdo que la ciudad estaba oculta bajo una nube de polvo. Cómo olvidar ese escenario de guerra. Conforme el autobús se iba acercando a su destino, el tráfico se hacía más denso, hasta que ya no pudo avanzar más. Se había perdido la silueta del castillo. Una borrasca amarilla cubría toda la ladera y dificultaba la respiración. Era un territorio desconocido, mi casa transformada en una población desolada. Había perdido la perspectiva. La ciudad se había desorientado de su fisionomía y no era reconocible: no había rastro de las torres del Castillo ni de la muralla, así como de las iglesias que descienden en vertical. Me bajé del autobús a las afueras, lejos del núcleo urbano, y eché a andar hacia mi casa. Contemplaba cada rostro intentado descifrar la magnitud del daño personal de cada uno. Me paraba con los conocidos y les preguntaba por sus familiares. No había pasado ni un día y aún se desconocía la extensión de la cicatriz. 

           Fue dentro de esa nube de polvo cuando la sensación de irrealidad me superó. Ni siquiera era consciente de lo que estaba sucediendo ante mis ojos: las calles cortadas, los policías desbordados y masas y masas de gente yendo de una plaza a otra, con las maletas en la calle, acaso el extracto fugaz de un hogar, algo de ropa, fotografías y documentos. Quién sabe si se podría volver a subir alguna vez a aquellas casas. Acercándome a la mía tomé contacto con la realidad. Mis padres estaban en la puerta del jardín. Habían montado una tienda de campaña porque no se atrevían a dormir dentro. Tuvimos suerte aquellos días de vivir en una parcela, pero cuántos tuvieron que improvisar una cama en el Huerto de la Rueda, en hospitales de campaña y sintiendo cada réplica como el reencuentro de una pesadilla. 

           Al final, la memoria selecciona pequeños detalles, tal vez arbitrarios, pero lo suficientemente pesados como para quedarse para siempre grabados en la piel. Suena grandilocuente, por supuesto, pero es tan sincero como insignificante. Ni los monumentos destruidos, ni las calles desquebrajadas ni las imágenes que ya salían por televisión de heridos y rescates habían logrado situarme en el escenario de la tragedia. Pero allí estaba mi padre, con su barba de un día sin afeitar, él, que siempre había sido tan pulcro con la cuchilla y su tez blanca, un síntoma de alguien que no había podido entrar en su casa. Ya no hubo marcha atrás y comprendí a la perfección todo lo que había sucedido aquel once de mayo. La barba de mi padre fue la ventana abierta hacia el dolor de los demás, que hasta hoy me acompaña y siento en cada grieta de cada edificio. La ciudad, como el rostro de un hombre, volvió a llenarse con el tiempo de otras marcas, pero nunca olvidará aquellas cicatrices.