Huí de París una semana antes del atentado del Bataclán con la intención de volver en un mes. Se lo había prometido a Pepe Rodríguez, pero la noche del 13 de noviembre de 2015 los tiroteos que costaron la vida de 131 personas cambiaron el mundo que yo había conocido en esa ciudad y que durante tantos años me había acogido. Mi decisión de no volver dejó en el aire un paseo, que a la postre resultó definitivo. Había llegado el momento de pasar página y retornar a España. Quedarían para siempre esas calles que desembocan en el canal Saint-Martin, un lugar donde rencontrar la mejor juventud posible.

Nos veíamos a la altura del puente de Eugéne Varlin. En verano, los parisinos más adinerados sacan sus barcos de motor y toman aperitivos ante la mirada celosa del resto de los mortales, que bebemos vino directamente de la botella y partimos el queso Camembert con las manos. Esas noches solíamos acabar en Le Comptoir Gènèral, un bar decorado con fotos de presidentes africanos y donde pinchaban jazz. Se formaban grandes colas en la entrada, por eso nos reservábamos media botella de vino para hacer más amena la espera.

Bajábamos el canal hacia el sur. El barrio en dónde vivíamos, el Xº arrondissemente, entre Belleville, Ménilmontant y Republique, era sin duda el lugar más vivo de París. Alejado de hordas turísticas, crecían las galerías de arte y tiendas de artesanía, los bares especializados en productos locales, donde se juntaban los jóvenes y los pensionistas. Un chorro de modernidad que hacía llenar las cafeterías de árabes viendo partidos de fútbol y señores enchaquetados leyendo Le Figaro. El espacio más multicultural de una ciudad llena de mundos adyacentes. Por eso el atentado fue tan significativo. El Estado Islámico atacó una forma de vida, la nuestra, la europea, la libertad de las creencias y el descaro de la juventud. En parte, aquella noche algo se rompió en las calles del canal.

Para ir desde mi apartamento al de Pepe tomábamos la rue Alibert hasta la Avenida Parmentier. Nunca fuimos al Petit Cambodge, uno de los restaurantes atacados esa noche, pero el local ya forma parte del paisaje sentimental de nuestra amistad. Al igual que el restaurante Casa Nostra, también escenario de los tiroteos, en el acceso de plaza que forma rue de la Fontaine au Roi. Nos poníamos de frente a la calle y veíamos la ladera del Butte-Chaumont, el punto más alto de la ciudad, que fue una mina hace apenas un siglo y que hoy es uno de los espacios verdes más fascinantes de Europa.

Es un paseo sencillo, lleno de pequeños fragmentos de vivencias que conjugan el dolor con los mejores recuerdos. Llegar a Republique era cambiar de espacio. Preside la plaza una gran escultura de la Marianne, la alegoría de la República Francesa. Tradicionalmente es el lugar elegido por la izquierda para acabar sus manifestaciones, que inician en la Bastilla. El Boulevard Beaumarchais comunica estos dos emblemas revolucionarios que ya han quedado atrapados en una de las partes más burguesas de la ciudad. Ironía de los tiempos. Hoy, la plaza también es el símbolo de la resistencia contra la barbarie del integrismo islámico. Sirvió de protesta contra los atentados a Charlie Hebdo y en aquellos días de noviembre los parisinos llenaron sus adoquines de velas encendidas y cartas escritas a mano. A escasos metros, el Bataclán, aquel teatro convertido en escena de terror aún conserva en su fachada ramos de flores y homenajes espontáneos. París es una ciudad hecha de ese tipo de peregrinaciones laicas. Nunca podrá renunciar a ellas.

Llegado a Republique, nuestros gustos exquisitos de jóvenes con sus primeros sueldos nos exigían descender dirección el Marais. Tomábamos la rue du Temple, una de las calles más bonitas de la ciudad. El caminante comprende de inmediato que ha cambiado de siglo. Ahora el urbanismo es estrecho. Los edificios aumentan su antigüedad y las iglesias aparecen entre cúpulas y torreones medievales. Fue el barrio donde la Orden de los Templarios penó la melancolía por la caída de Jerusalén. Allí instalaron su cuartel general y la Torre del Templo. La leyenda dice que Jacques de Molay pasó la noche antes de su quema, en la punta de la Isla de la Cité, en la torre, y que predijo la muerte del rey de Francia. Siglos después, Luis XVI también fue prisionero en la misma torre, horas antes de que la guillotina acabara con la monarquía e instaurara el terror. Dicen en el barrio que Jacques de Molay fue vengado.

La rue du Vieille du Temple solía ser el final de nuestra escapada. Tomábamos una botella de vino blanco en Les Philosophes hasta que se hiciera de noche, sentados en la terraza, las sillas muy juntas, hablando con desconocidos y chicas snob con las que soñábamos viajar durante todo el verano por Italia. O al menos, conseguir sus números de teléfono. Antes de volver al barrio, comíamos falafel en rue des Rosiers, el centro del Marais judío.

Aquellos fueron los límites geográficos de mis últimos días parisinos. El escenario de un mundo que se vino abajo la noche de noviembre de los atentados y que lucha poco a poco, contra el miedo, por volver a abrirse paso, porque la vida siempre es más fuerte que el terror. Al menos, ese paseo prometido quedará para siempre en esta página.