Saber orientarse en una ciudad es muy fácil, lo difícil es perderse. Las calles de París están repletas de acontecimientos presentes y pasados, transeúntes que caminan rápido y los que caminan despacio, bocas de metros que absorben personas como agujeros negros, brasseries como enormes planetas rojos alrededor de los cuales giran pequeñas mesas satélites, en donde el alma flânerie de los parisinos se sienta a conversar y ver pasar la vida. Una vía láctea de escaparates te invita al placer inmenso de dejarse arrastrar por el río de sus calles, el fluir de monumentos, cafés, librerías, plazas, mercados, acero y hierro, grandes avenidas y parques que retienen nuestros pasos ya cansados. Y es entonces cuando intentamos desplegar un plano de la ciudad para encontrarnos a nosotros mismos en el orden de lo cartesiano, y el plano se hincha por el viento y gira como una brújula y se eleva buscando su estado natural, que no es otro que abandonar definitivamente ese plegado incomprensible.

Y es que París es, por supuesto, la ciudad de los flâneurs. De los paseantes que como Baudelaire, Benjamin, Leon Paul Fargue, Hessel (padre) y por supuesto Cortázar, entre otros, emprendían el paseo perdiéndose entre la multitud de rostros fugaces e itinerarios desconocidos. Fue Walter Benjamin el primero en conceptualizar el término flâneur para referirse a esta forma de modificar la experiencia y alcanzar el conocimiento que consiste en vagabundear errático durante horas sin más meta que la contemplación de la vida y de lo que se ponga por delante. En su monumental obra El libro de los Pasajes, Benjamin se pasea por el origen de la sociedad industrial, las formas arquitectónicas de la modernidad que representan estas lujosas galerías de escaparates interiores, forjados con techos de cristal y acero, el primer escenario del consumo.

Los pasajes en su origen constituían calles reservadas sólo a peatones, repletas de tiendas que exhibían lujosas mercancías. El término genérico designa calles que han sido cerradas o bien calles que se abrían entre dos paralelas. Se distinguen dos grandes categorías: descubiertos y techados con cubiertas de vidrio y acero. La segunda clasificación supone una evolución de la primera. En su origen estaban pensadas para resguardar a los paseantes y a la mercancía, tanto de las inclemencias del tiempo como del trasiego de los carruajes. Se buscaron calles populosas y la estetización de los comercios, con el fin de que el paseante entrase en ellos y se sintiese como en una especie de útero; iluminación propia, temperatura agradable, todo preparado para entregarse en calma al primer paraíso artificial del consumo.

El primer modelo surgió en 1786 en los jardines del Palacio Real, entonces propiedad del primo del rey Luis XVI, el duque de Orleans, que para satisfacer su tren de vida decidió especular con los bajos del palacio, en ellos construyó arcadas y tiendas, a pie de calle, en los cuatro laterales de los jardines. El modelo como expresión arquitectónica de la venta de mercancías se exportó a toda Europa. Dentro de ellos se instalaron comerciantes, editores, libreros, gabinetes de lectura, imprentas, grabadores, cafés y comercios. El avance progresivo de la mercantilización del mundo empieza a hacerse visible en ellas. Después vendrían los grandes almacenes, Le Bon Marché, la sociedad de masas, la reproductibilidad que clonará los objetos en cadena y les triturará el aura, y nuestros mega-centros comerciales.

Es posible visitarlos si se prepara antes la ruta. Todos estos se encuentran en la ´rive droit´, en la margen derecha del Sena, que es justamente sede de los distritos más comerciales de París. Empezamos en Montmatre y la constelación que forman tres Pasajes: Verdeau, Jouffroy y Des Panoramas, a pesar de haber sido construidos en diferentes momentos, con casi cincuenta años de distancia, forman un asombroso conjunto que se continúa a lo largo de un mismo eje, como un pasadizo secreto que atraviesa el corazón del barrio. Sin duda mi preferido en el Pasaje de los Panoramas, el más antiguo, data de 1799, tomó su nombre de una atracción que consistía en proyectar panorámicas de grandes ciudades en las paredes de una sala cilíndrica a oscuras. En él se encuentra el Théâtre des Variétés, inaugurado en 1807 y que aún sigue en actividad. En cuanto al elegante Passage Verdeau, suelos de mármol, grandes espejos y lujosas cristaleras, alberga numerosos anticuarios. El Passage Jouffroy es hoy una alegre galería comercial muy concurrida, tiendas de bastones y libros antiguos. Cerca ya de los bajos del Palacio Real, encontramos el Passage du Caire, lleva el nombre de la capital egipcia debido a las 3 estatuas de la diosa Hathor que decoran la entrada. La elegante y lujosa Galerie Vivienne es una de las más emblemáticas. Cierra esta constelación el Passage du Grand-Cerf y la monumental Galerie Colbert, construida en 1823, que tiene la particularidad de no albergar ninguna tienda. Su hermosa cúpula de vidrio corona una columnata en rotonda que acoge al Institut National d´Histoire de l´Art y al Institut National du Patrimoine.

Y es que hay lugares que son metáforas de las sociedades que representan. Sin duda, estos bellos pasajes y galerías de arquitectura industrial representan el origen de la sociedad de consumo, en donde todo -o casi todo- se transforma en mercancía. Lo hará en lujosos escaparates por el día, bajo cubiertas que dejan pasar una luz cenital y, por la noche, a la luz de las recién estrenadas farolas de gas, que ciertamente hacían aparecer a los objetos tras los escaparates como fantasmas con poderes sobrehumanos. Aire fantasmagórico es el concepto que Marx utiliza para adjetivar la mercancía en el primer capítulo de El Capital, El fetichismo de la mercancía. Y eso fue lo que probablemente observó Marx, quién, con alma de flâneur, en algún momento a la salida del Café de la Regence -dónde quedaba con Engels para jugar al ajedrez y dónde le contó su sueño sobre un extraño movimiento inercial de la historia, el materialismo histórico, independiente de la conciencia y del hombre- atravesó las Galerías Vivienne o el Pasaje Choiseul y observó los primeros escaparates, que a la luz de las fantasmagóricas farolas de gas, exhibían las mercancías como objetos de cultoque confieren a quién los compra un poder sobrenatural.

Todo flâneur es un viajero en el tiempo. Un paseante que camina mirando escaparates absorto y distraído, de la conciencia a la memoria y de la memoria a la conciencia; del pasado al presente y vuelta al pasado, hasta habitar un tiempo ubicuo que disloca el significado de los acontecimientos, el destino encerrado en el orden de las cosas. La expresión francesa es déjà vu. Es la experiencia del shock ante algo que hemos olvidado y vuelve para ser repensado y reinterpretado. Y es que hay algo en esa sociedad industrial que dejamos atrás que podía haber sido de otra manera y no fue, algo en la evolución del capitalismo hacia esta forma insensata de consumo devorándose a sí mismo, que se nos quedó por pensar o por hacer y que, quizás, nos hubiese situado en otro escenario económicamente más humano, menos cosificado. Algo en el alma de la mercancía, como decía Marx no sin ironía, que se nos murió en aquellos pasajes y que vuelve a la conciencia para ser repensado de nuevo, como un déjà vu.