Fútbol

Caso racismo o poner puertas al campo

José Luis Ortín

El monotema Vinicius ha puesto al descubierto la hipocresía social generalizada que nos asola. Lo socialmente correcto siempre ha sido un mantón vergonzoso para cubrir bajezas que la mayoría, por no decir todos, llevamos en la chepa. Y en el mundo del fútbol, los insultos forman parte de su piel. ¿Quién no ha soltado un hijoputa por aquí o un cabrón por allá, jugando, siendo espectador o simplemente comentando partidos con los amigos el día después? Así, quien no lo haya hecho nunca, cosa bastante inverosímil, puede seguir hablando de racismo con honestidad. 

Hemos asumido socialmente que decirle a alguien negro o mono es un insulto mayor, por su connotación racista, que mentarle a alguien a su madre como prostituta o menoscabar la honradez de su esposa aludiendo a los supuestos cuernos que le habría puesto. ¿De verdad lo creemos así, o hemos mezclado en este lamentable asunto hirientes cuestiones históricas o ideologías políticas nefastas para embarrarlo? 

Vamos a ver, en este malhadado país de falsas leyendas negras y supuestamente racista, el Bernabéu, por poner ser un ejemplo recordado, ha aplaudido a grandes futbolistas rivales como Ronaldinho, que no era precisamente blanco. Y también era el mejor de su equipo en ese momento, como sucede ahora con Vinicius. Y otra evidencia que desdice a quienes así lo proclaman es la rareza de encontrar un equipo español profesional o aficionado, e incluso de categorías inferiores, juveniles o infantiles, donde no haya futbolistas ajenos a nuestra raza caucásica. Y eso proclama que la integración racial en España es una realidad clamorosa. Así que dejémonos de oportunismos, por social e hipócritamente correctas, y hablemos en serio.

¿Qué hay imbéciles en todos los campos de fútbol? Sí. ¿Y maleducados? También. ¿Y cobardes amparados en la masa? A centenares. ¿Y gente peligrosa, capaz de cualquier disparate en momentos de crispación? Nadie lo duda; desgraciadamente han dejado rastros sangrientos. Y así, podríamos seguir hasta que se nos acaben los sustantivos y adjetivos. Pero una cosa es reconocerlo y tratar de educar para reducirlo o poner los límites necesarios, y otra elevar de categoría según que insulto o los ánimos de quienes insultan para que sus consecuencias sean también más graves.

Hablando en plata, si a un futbolista le llaman cabrón o hijo de puta, maricón o chorizo, o le desean la muerte a coro, nos hacemos los locos, pero si le llaman negro o mono paramos el partido, lo suspendemos o le quitamos no sé cuántos puntos al club titular del estadio. Y, además, qué fácil sería perjudicar a cualquier club con cuatro mandados con la consigna aprendida y cobrada. ¡De locos!

Claro que es de justicia luchar contra el racismo en nuestra sociedad. Pero sobre todo en temas laborales, de integración, acogida institucional, marginación, educación, sanidad, igualdad, etc., donde no existe lenguaje coloquial, en el que las palabras son más gruesas que los ánimos de agredir. Y podríamos citar casos sangrantes en nuestras tan sacrosantas como acomodadas e hipócritas vecindades. Pero rasgarnos las vestiduras porque a un joven deportista y millonario le llamen negro o mono cuatro o cuarenta indeseables, raya en la demencia colectiva. Tal vez el camino sea más justo y directo. Identificar y sancionar a quienes van a los estadios de fútbol a insultar de cualquier forma. Pero todos los insultos, no a la carta discriminando unos sobre otros.

Porque si vamos eso, ¿qué deberían hacer los árbitros, quienes son los destinatarios sempiternos de toda clase de insultos? ¿Deben aguantar los improperios de la masa, estoicamente, y tomar medidas si a cualquier jugador le mientan el color de su piel o hacen alusiones a los que algunos definen como antepasados del hombre? ¿Y si llaman moro despectivamente a un jugador africano o musulmán? ¿O indio a un hispano americano? ¿O es que estos últimos tienen menos categoría humana? 

El tema Vinicius se ha desenfocado porque seguramente interesa a algunos. Incluso a altos dignatarios de la política. Y, por supuesto, porque ha servido y sirve para llenar espacios radiofónicos, televisivos o medios escritos. Pero tampoco hay que olvidar que también al propio afectado, porque así se pueden justificar algunas de sus pueriles tontunas.

El extraordinario Vinicius debería seguir el ejemplo de antecesores suyos que fueron admirados en los campos españoles: Waldo, Didí, Ronaldinho, Luis Pereira, Romario, Roberto Carlos o Rivaldo, entre otros. Algún propio debería habérselo recordado a tiempo.

Penalizar los insultos, sí, pero todos. Aunque sea poner puertas al campo.  

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