La primera vez que supe de él fue durante una de aquellas jornadas que Manuel Fernández-Delgado organizaba en el Museo Ramón Gaya con distintos artistas de la región. En esta ocasión y con motivo de ‘El día de los Museos’, todos ellos tenían que pintarse un autorretrato en directo mientras se miraban en un espejo. Cuando llegué al lugar que le habían designado a Manuel Páez y lo estuve observando, no solo me llamó la atención el tipo de pintura de corte clásico que hacía, sino hasta el mismo clasicismo de su imagen, con una apariencia personal como de otro tiempo y en la que destacaban sobremanera unas enormes patillas al gusto decimonónico. Claro, encontrarte hoy en día con alguien relativamente joven y que se acerca al mundo del arte por derecho, es decir, como reflexión personal frente a una realidad común y sin tener que echar mano de estéticas baratas y originalidades de tienda de decoración, es algo que, cuando menos, te hace pararte ante su obra. Más tarde, también he tenido la oportunidad de seguirlo a través de su trabajo como profesor en Bellas Artes, así como con algunas de sus últimas exposiciones realizadas en la ciudad de Murcia. Pero más allá de su obra artística, si tuviera que definirlo como persona, seguramente no acertaría en cuanto a lo que otros pueden percibir de él -o sí-, pero sucede que, algunos, nos solemos dejar llevar por una primera impresión, que es aquella que más nos impacta y con la que nos iniciamos en esa aventura que es siempre el conocimiento ajeno. A partir de ahí, es decir, desde que nos creamos al personaje, ya todo el tiempo que sigue se convierte en una especie de ampliación, o de simple constatación de todo aquello que nos lo reafirma, ignorando o relativizando al mismo tiempo aquello otro que nos enseñe lo contrario de nuestro idealizado retrato primero. En este sentido y debido a toda aquella información que recibía, Manuel Páez se convirtió para mi, desde el principio, en un artista interesante pero desubicado, en uno de esos personajes que parecen no haber ‘acertado’ con el tiempo que les ha tocado vivir. Y no es que crea que su obra no tiene sentido, porque, al final, son las propias obras las que terminan dándole sentido al tiempo; es su vida misma, su melancólica mirada, su tímida y hasta cierto punto desdibujada presencia en ese desaforado mundo de la cultura que le ha tocado vivir, lo que más y mejor me lo retrata. De momento.