Para muchos de los que venimos de los tiempos franquistas, la pertenencia de alguien al Partido Comunista aún hoy nos sigue impresionando. Vamos, que no es lo mismos decir que eres del partido político Izquierda Unida, algo que suena tan solidario y tan abierto, que decir: «¡soy comunista!». Todavía recuerdo, cuando aún era niño y jugábamos al Churro, Media manga y Mangotero por los rincones del recién inaugurado barrio de Vistabella, que cuando algún mayor se atrevía a hablar en público de masonería o, sobre todo, de comunismo, los niños lo mirábamos medio aterrorizados y como si aquel inconsciente estuviese mentando al mismo diablo. Decía antes que a algunos aún nos sigue impresionando esa ideología política; y es que, cuando a través de un amigo común decidí retratarlo y pude contactar con él, confieso que lo hice entre la curiosidad por conocer en persona a uno de los personajes políticos más populares de mi región y el respeto por estar ante un comunista de los de verdad. O sea, que de nuevo estaba utilizando la fotografía para autorretratarme o, ¿acaso este retrato no representa una especie de terapia personal para vencer mis propios prejuicios? Pasados los años, claro, tiene uno ya muy reconocidas y asentadas sus propias filias políticas, entre las que nunca ha contado la que representa mi retratado de hoy, pero, ya que a través de su ideología y de su persona hemos aprovechado para confesar nuestros propios miedos y traumas históricos, deberíamos también confesar la otra cara de la moneda: nuestra sincera admiración -y por qué no decirlo también, nuestra envidia más sana-, ante la coherente, leal y responsable actitud de un personaje político frente a los principios en los que cree. Al final lo que más nos importa a los ciudadanos no es lo que nos prometen, sino lo que creen y, sobre todo, lo que cumplen. Pedro Marset es de estos últimos.