Acababa de despertarme y, como es habitual en esta mi rutina veraniega, me preparaba para escribir algo sobre el retrato del día que enviaré al periódico. Normalmente escojo alguno de ellos al azar, sin orden previo o programación alguna, pero ese día, al abrir la carpeta con los archivos, directamente me fui al que no hace mucho le hice a Carlos Egea. En esos primeros momentos no era aún consciente del por qué lo había escogido, pero enseguida caí en la cuenta de que esa noche Carlos Egea había estado presente en mis sueños. Y, como es habitual en los sueños, todo era muy confuso y sin ese suelo de realidad en donde el devenir de los hechos nos parece siempre lógico, pero se trataba de una escena en la que, junto a otro, venían a comunicarme que habían descubierto que era yo el autor indiscutible de una sustracción. Si Freud levantara la cabeza, seguramente podría desentrañar las razones de ese sueño, pero, para mí, aquella escena en la que Carlos me acusaba severamente de algo es una auténtica pesadilla. Pero no tanto por esa supuesta acusación contra mí, sino porque el que la estaba haciendo era el mismo Carlos Egea, una persona relacionada profesionalmente con mi entorno familiar, y, sobre todo, alguien con el que desde siempre hemos tenido una relación inmejorable. Ya sé que escrito desde aquí -y hoy precisamente-, lo que voy a decir de él puede resultar obvio o exagerado, pero si me pidiesen que citara a alguien que se definiera por tener una educación exquisita, una cultura elevada, un saber estar único, una amabilidad y una bondad fuera de serie, una simpatía contagiosa y, todo ello, aliñado con una memoria de elefante, no podría encontrar a otro mejor que a él. Vamos, tan seguro estoy de lo que digo, que hasta dudo de no haber sido yo el autor de aquella sustracción.