A Stephen Graham Jones le gusta pasearse con un hacha por casa. Jones es el más famoso de los escritores de terror miembro de una tribu india. La tribu en cuestión es la tribu Blackfeet, de la Reserva de Montana. A menudo Jones escribe sobre ello, aunque creció en Texas y vive en Colorado. No ha cumplido aún los 50 pero ha publicado ya 28 libros. Y las estanterías de esa casa por la que le gusta pasearse con un hacha están repletas de estatuillas porque ha ganado una infinidad de premios. El Bram Stoker, el Shirley Jackson, el Mark Twain American Voice in Literature. La lista continúa. El autor de El único indio bueno (Carfax) sonríe a menudo y no parece tomarse demasiado en serio. Dice que la razón por la que le gusta pasear con un hacha por casa es porque le gusta sentirse alerta.

Es curioso. Por más que el terror hable de lo humano con una intensidad a menudo insoportable, por más que, en el momento de enfrentarse al monstruo (el miedo), libere a la clase de seres que somos de todo tipo de contexto social y político, del tiempo y el espacio que nos separa, no suele ocurrir que un escritor de terror interese a los medios como lo hacen el resto. Y eso pese a que el resto se ocupan tan solo de una pequeña parte de cualquier tipo de abismo. El mundo en el que vivimos tiene infinidad de reflejos (toda ficción es un reflejo) pero parece que solo un tipo de escritor (el que ha elegido otra convención, la del realismo) puede articular un discurso al respecto, y eso pese a vivir controlados por aquello con lo que trabaja el terror: el miedo.

Decía Grady Hendrix la semana pasada en Avilés, donde tuvo lugar una improvisada cumbre del terror altamente estimulante en el marco del Festival Celsius, que nuestras vidas son pequeños espectáculos de terror. Hendrix, que no hace otra cosa cuando escribe que volver al barrio en el que creció, una especie de Wisteria Lane repleto, en sus historias, de mujeres desesperadas y adolescentes poseídas (es el autor de El exorcismo de mi mejor amiga y Guía del club de lectura para matar vampiros, pura y divertidísima pulp fiction), le tiene miedo a todo. Hasta a los pedazos de piel de los demás que hay en el aire. Aunque admite que todo empezó con El resplandor. Lo vio a pedazos cuando no debía siendo niño y empezó a temerlo todo.

Porque tal vez uno no elige convertirse en escritor de terror. Simplemente ocurre algo en algún momento. El mundo se vuelve de repente un lugar oscuro y terrible en el que cualquier cosa (horrible) es posible y se escribe para conjurar eso que no debería pasar. O para encontrarle un sentido en el caso de que pasara. A Stephen King se le ocurrió It una noche camino del mecánico. Tenía que recoger el coche familiar. Pasó por un puente y pensó que había alguien debajo y que le cogería de un pie y que nunca llegaría a recoger el coche. Por entonces ya era Stephen King, por supuesto. Y estaba acostumbrado a su manera de decodificar el mundo. Para Stephen Graham Jones todo tiene que ver con algo que sintió cuando era niño. Algo que invoca cada vez que escribe.

Lo explicó él mismo ante Hendrix y Paul Tremblay en el escenario de cortinaje rojo en el que confesaron, uno a uno, la pasada semana en la mencionada cumbre del terror (Mariana Enríquez y Lauren Beukes estaban entre el público, pero deberían haber estado allí arriba también), cómo había empezado todo. «Cuando tenía 3 o 4 años, tenía un padrastro nada recomendable que solía conducir a toda velocidad conmigo en el asiento del copiloto sujetándole las latas de cerveza. Un día paró el coche junto a unas minas de cal y quiso enseñármelas. Eran enormes agujeros sin fondo hechos en el suelo. Terroríficos. En un momento dado, estando ante uno de ellos, dio un paso atrás y se cayó. Desapareció. De repente sentí un miedo atroz. Estaba solo en mitad de la nada», explicó.

No recuerda cuánto tiempo pasó preguntándose de qué forma moriría allí, solo recuerda el miedo. Y luego recuerda que alguien le tocó por detrás. Era su padrastro. No, no estaba muerto. Estaba vivo. Le había gastado una broma. Había un saliente en aquella mina. «El alivio fue inmenso», dijo. También dijo que cree que aquello le convirtió en la clase de escritor que es.

En realidad, dijo, no hace otra cosa que intentar volver a sentir aquello que sintió. Que por eso se aficionó al cine y la literatura de terror primero (uno de sus primeros impactos fue La matanza de Texas, por culpa de una niñera descuidada: Jones solo tenía cinco años) y luego se puso a escribir. Slasher, sobre todo, porque su forma es la de una broma macabra. Como la de aquel día en las minas de cal.