La Opinión de Murcia

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Senza fine

El tren

El tren

Arranca El tren en el París ocupado de 1944. Los aliados avanzan a pasos agigantados. La liberación de Francia es solo cuestión de días. La atmósfera en el entorno nazi se ha convertido en un infierno. Es fácil imaginarlos levantando campamentos y marchando de un lado para otro por el territorio galo. Pese a la inminente derrota, el coronel Waldheim camina por las salas de un edificio institucional con una tranquilidad asombrosa. Se detiene ante unos cuadros y se recrea en su belleza como si tuviese todo el tiempo del mundo. Pronto descubriremos que su plan siniestro, su última gran locura, pasa por robar la pinacoteca y llevarla en un tren hasta Alemania.

Al otro lado del tablero se sitúa la resistencia francesa, un equipo de ferroviarios con un espíritu combativo insaciable que hará lo imposible por frustrar la misión del enemigo. En el centro de esta conspiración aparece nada menos que Burt Lancaster en el papel del inspector de ferrocarriles Paul Labiche. Se trata de una de las interpretaciones más míticas de su carrera, uno de esos personajes de músculo que tan bien encajaban en su rostro gatopardiano. A lo largo de la película lo veremos conduciendo locomotoras, volando vías, tirándose por terraplenes o arrastrándose por matorrales. Y todo sin dobles y sin ilusiones ópticas, aportando al metraje una sensación de verosimilitud que no ha conseguido igualar ninguno de los héroes de acción modernos.

Aún debemos seguir hablando de Burt Lancaster para destacar su labor de producción. Hay en ese baile de trenes que van y vienen por la pantalla una sincronización perfecta, como una especie de coreografía de máquinas pesadas que fue posible gracias a la colaboración de los ferroviarios franceses que participaron en el proyecto. Pero quizás, la decisión más trascendental fue la de romper con Arthur Penn y poner en manos de John Frankenheimer la dirección. Frankenheimer, a pesar de ser un hombre formado en el mundo de la televisión, filma El tren como lo harían los grandes clásicos, sin excesos, con planos milimétricos que mantienen la tensión durante la totalidad de la historia y dan lugar a una galería de momentos cinematográficos de alta temperatura.

Hay una paradoja que late continuamente en la película y que invita a la reflexión. Aquellos hombres de la resistencia que luchan por esas obras de arte no han visto un solo Van Gogh en su vida, posiblemente no saben ni de su existencia. Sin embargo, no dudan en precipitarse hacia la muerte porque cada uno de esos lienzos constituye una parte esencial del espíritu de Francia.

Esta disyuntiva explota en la última escena. El coronel Waldheim está derrotado a los pies de las vías junto al cargamento y tiene al inspector Labiche apuntándole con una metralleta. En ese cruce de miradas está la esencia de la trama. Son dos enemigos que se han encontrado después de una larga persecución. La locura por la pintura del primero contrasta con la ignorancia del segundo en este choque de trenes inevitable.

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