La Opinión de Murcia

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Los dioses deben de estar locos

Las lágrimas y la ceniza

Las lágrimas y la ceniza.

La angustia del exilio, del anhelo por el hogar lejano y quizá perdido para siempre, resulta central en la obra de Juliusz Slowacki, uno de los grandes poetas del romanticismo polaco. Nacido en Krzemieniec (Ucrania) en 1809, las revueltas contra la dominación rusa le condujeron desde 1830 a una existencia de refugiado primero por Europa y después por Egipto y Oriente Medio al servicio del Gobierno revolucionario de Polonia.

Ante sus ojos el árbol de la libertad crece por el mundo y extiende sus ramas. Es un poder sobrehumano que lleva consigo la fuerza de la tempestad y del rayo. Los cantos de libertad harán temblar las torres de Moscú, romperán todas las cadenas. Espantada, el águila bicéfala de los zares levantará el vuelo para refugiarse en las gélidas regiones del norte. Su confianza en que Polonia, crucificada por Rusia pero de nuevo resucitada, se alzará humillando a los ejércitos del despotismo y se convertirá en un faro de libertad para Europa y el mundo, forma parte del mesianismo del que hicieron gala algunos círculos de exiliados polacos. 

Sin embargo, en Slowacki, esta concepción profética de la historia se matiza y adquiere rasgos propios y personales. En sus versos la tristeza es tan honda que resuenan reconocibles ecos bíblicos de los salmos y de Job. El mar, desolado y vacío, aparece cubierto por un manto de estrellas, de entre las cuales una, muy lejana, brilla sobre la patria que quizá nunca se haya de volver a visitar. En medio de los tumultos de la historia, sus conmociones y los engaños de los falsos profetas que proyectan una imagen equívoca de los padecimientos de las naciones, ve el poeta cómo su vida se transforma en un eterno vagabundear con la esperanza puesta, al menos, en que, un instante antes de morir, alcanzará el suelo patrio, sagrado como el seno materno, y gozará de un último abrazo de amor. Pero los signos son contrarios. Aunque desde su hogar no falte quien rece por su regreso, las plegarias no llegan al cielo, ni su barco cruza por el mar que baña las costas de los ancestros. Siente envidia por las cenizas de aquellos muertos a quienes abraza el suelo del cual nacieron, de donde brotó la espiga que formó el pan con que se alimentaban cada día. 

Madre, amor y patria son conceptos estrechamente afines. Todo recapitula en la madre. La madre colectiva de la nación, que es la patria; la madre cósmica de la humanidad que es María, Madre de Dios; y la madre personal del poeta, que le espera. La paloma de la nostalgia une a las almas de manera que el eslabón nunca se rompe, y gracias a eso los ojos del exilado siguen reconociendo, aunque no lo vea, las casas, los árboles, el jardín y las flores familiares. 

En sus poemas la naturaleza es el único anclaje eterno en medio de un cambio constante de circunstancias motivados por el ir y venir del desterrado, del peregrino. Habla con las ruinas de civilizaciones extintas y con el mundo que se abre, imperturbable, ante sus ojos. Sobre el horizonte abierto del desierto se amontonan nubes negras de preocupación y pena que caen sobre las sienes del profeta para ser su corona, más cercanas a las espinas que al laurel. 

Delante de las pirámides el poeta dialoga con estas pétreas potencias capaces de detener el tiempo. Ruega que en ellas encuentren sepultura y eterno reposo cuantas cosas le son sagradas: espadas de héroes, cálices de lágrimas y cuerpos de mártires. Las sepulcrales pirámides le revelan que todo encontrará su sitio en la fría paz de sus piedras. 

Pero aquellas tumbas milenarias admiten que no son el lugar para encerrar el alma inmortal de los pueblos, fuerza irresistible de la historia que no puede ser detenida: «No tenemos tumbas para el alma». Slowacki murió en París, enfermo de tuberculosis antes de cumplir cuarenta años, dejó para la posteridad su corona de poeta, hecha de recuerdos y lágrimas; tras de sí quedaron la noche y la tristeza, y con las manos alzadas voló al encuentro del sol.

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