En El Castillo de los Cárpatos, publicado en 1892, Julio Verne nos lleva a un mundo desconsoladamente vacío y desprovisto de misterio. Es el mundo de la modernidad que ha erradicado de la existencia cualquier sombra de duda, de encantamiento o de enigma, en aras de una despiadada razón técnica. Su triunfo absoluto anuncia la degradación del misterio a la categoría de superstición, de residuo. Mientras tanto, el arte, lejos de ser única e irrepetible manifestación del espíritu humano, una vez que puede ser reproducido indefinidamente por medios técnicos, entra a formar parte de la producción seriada de objetos materiales; y por tanto, se hace menos valioso, desacralizado, despojado de carácter espiritual y convertido en un mero resultado material. 

La historia, al menos al principio, parece anunciarnos lo contrario. Seducidos por el encantamiento de una narración que nos lleva a un mundo oculto y mágico, diríase que vamos a conocer en el barón de Gortz a un vampiro o a un brujo, poseedor de un castillo en los lejanos y románticos Cárpatos. Este ser misterioso podría haberse llevado consigo el alma de una celebérrima cantante italiana, joven, bellísima estrella del escenario, llamada Stilla, y por la que el aristócrata estaba obsesionado; porque ¿quién sabe si su malsana fijación, su mirada funesta y demoníaca, fuera la causa de que durante una representación, la gran artista cayera muerta ante la vista de todos?

Al poco tiempo de los hechos, rumores crecientes e inquietantes aseguran que la voz de la mujer había sido escuchada, e incluso su imagen había sido vista en distintos parajes cercanos a las propiedades del barón de Gortz. ¿Puede ser cierto? ¿Estará viva la célebre artista, pero raptada y en manos de un loco? ¿O será posible, contra toda razón, que los muertos vuelvan del Más Allá, que los que han cruzado el Leteo regresen al mundo de los vivos para ser obligados a desempeñar las tareas que hacían en vida? Tan inquietantes cuestiones llevan a algunos admiradores de la artista a formar una expedición que aclare el enigma de una vez para siempre. Entre ellos se encuentra un conde centroeuropeo llamado Franz de Tellek, de alma atormentada por un pasado cruel y doloroso, pero que había buscado consuelo en las artes, y que había encontrado en el amor por la cantante una oportunidad para reconstruir su vida. Al llegar al castillo, los peores temores parecen confirmarse. Se escucha un aria interpretada por Stilla, ella misma es vista en el castillo.

Sin embargo, todo es vana ilusión, peor aún que aquella que sufrió Aquiles viendo la sombra de Patroclo escapándose entre sus manos. No hay motivo para pensar en brujos nigromantes, ni en vampiros, ni en muertos que retornen a la vida. Es todo un engaño producido por las nuevas técnicas de reproducción de imágenes y sonidos que un inventor, llamado Orphanik, había puesto al servicio del barón de Gortz. Orphanik es el verdadero brujo de esta historia sobre el alba de la técnica audiovisual; es el auténtico nigromante que tiene el poder de convocar a los muertos. La voz de la malograda cantante había sido registrada y archivada en cilindros que podían ser reproducidos a voluntad, mientras que un complicado juego de lentes y espejos proyectaba con inusitado verismo la imagen de la difunta diva italiana, en un extraño sucedáneo de la inmortalidad. Una tecnología nueva, y prácticamente desconocida en la época, pero existente, real, podía hacer que las apariciones, las voces, las visitas de aquellos que nos dejaron, de repente se conviertan en reales, e incluso en repeticiones seriadas, cumbre y triunfo de lo artificial, a gusto de la voluntad. Una nigromancia hecha realidad. 

El mundo ha quedado desierto, los espíritus y fantasmas se han retirado, no hay voces enigmáticas en ningún rincón del mundo. Los dioses, genios y duendes de antaño han sido expulsados de sus últimos refugios. Ni bosques, ni lagos, ni montañas, ni castillos en ruinas volverán a cobijarlos jamás. La esperanza desaparece. La huella de lo divino, de lo sobrenatural, se esfuma. En su lugar, toma posesión del horizonte vacío una fría razón mecánica, secuenciable y desprovista de vida. Ha sonado la hora de la tecnología.