Ninguna emperatriz se había convertido al cristianismo y ella sería la primera en hacerlo. Su nombre tenía resonancias históricas. Con una Helena empezó el mundo antiguo en el Mediterráneo y con otra Elena se conocería la fe verdadera. Lo pensaba la madre de Constantino mientras caminaba por una explanada llena de guijarros y arena, a la sombra del templo de Venus, en la ciudad vieja de Jerusalén, el lugar donde tres siglos antes había muerto aquel mesías en la cruz. Y hasta ese lugar había llegado ella, con sus ochenta años a cuestas, cargando con el peso de la edad pero con la sed de abrazar al Dios hecho hombre del que todo el mundo hablaba en Roma.

Apenas unos años antes, Constantino había tenido una visión, cuando las tropas de Majencio se posicionaban al otro lado del Ponte Milvio. El sueño de su hijo había sido de una claridad asombrosa: se le había aparecido el símbolo de la cruz y una voz que le decía entre susurros «con este signo vencerás». El emperador Constantino no dudó en pintar en los escudos de sus soldados las dos líneas perpendiculares y su ejército fue imparable. Majencio murió ahogado en el Tíber. Su cuerpo surcó las aguas como un arma vieja y Constantino se hizo con el imperio, que empezó a relacionarse con la cruz de Cristo.

Esa misma cruz es la que Elena de Constantinopla fue a buscar a Palestina. Así la solían llamar antes de su matrimonio con el emperador Constancio Cloro, una mujer hermosa de una inteligencia sin igual que durante su juventud se había encargado de las tareas de gobierno y de fomentar el espíritu del imperio. Frente al templo de Venus, junto al obispo de Jerusalén, Marcario I, determinaron que bajo los cimientos de aquel templo dedicado a la diosa del amor y de la lujuria, se encontraban los restos de la tumba de Cristo.

Llevaba en sus manos las escrituras de unos discípulos de Jesús que el Concilio de Nicea, pocos años antes, había resuelto como los únicos verdaderos. Había llegado hasta esa región extrema del Imperio con un mapa de sueños y de fe. Allí quiso recorrer la vía Dolorosa, la calle angosta en donde Cristo había portado la cruz y el pueblo le había escupido y flagelado. También el huerto en lo alto de la colina donde, la noche antes de su pasión, había ido a orar y a ocultarse de su destino. Aquella montaña en donde en la mañana de un viernes lo habían clavado hasta desangrarse y el lugar apartado de la ciudad donde un tal José le había dejado una sepultura. Todos esos santos lugares quería descubrir Elena para dejar constancia de una religión que se estaba imponiendo en el gobierno de su hijo. Toda esa memoria sagrada quería atestiguar para los peregrinos del mundo.

Y Elena, la madre de Roma, mandó derribar las columnas corintias del templo de Venus. Sobre la muerte no podía reinar el amor, y la posteridad debería ver un nuevo templo erigido para la grandiosidad del hallazgo. Fue ella quien sostuvo la mirada expectante hasta alcanzar las primeras piedras de una tumba sencilla, pero no había ni rastro de la cruz. En las Sagradas Escrituras nada se dice del lugar exacto del monte Calvario, aunque sí que la tumba de Cristo y el emplazamiento de la cruz se encontraban en lugares cercanos. No encontró la cruz en esa ocasión la octogenaria Elena, cansada del polvo del desierto colindante y de los años, pero se mantuvo firme en su decisión de construir una iglesia, el primer templo sobre la tumba de Cristo.

A los pocos días, cuando parecía que su misión en Jerusalén había culminado, fue llamada a visitar un yacimiento cercano. Era sin duda el punto exacto donde el Mesías había sido sacrificado. Bajo la tierra, los soldados que excavaban el terreno encontraron tres cruces. Una de ellas, no había duda, se identificaba con el madero que había servido de martirio a Cristo. También hallaron la esponja con vinagre que los legionarios dieron a los labios de Jesús, los clavos de la pasión, un fragmento de la corona de espinas y el ‘titulus crucis’ que identificaba a Jesús como Rey de los Judíos. Tras el aluvión de reliquias descubiertas, buscó el Getsemaní y en sus olivos entendió que el momento de volver a casa había llegado.

El viaje de Elena trasciende la pura geografía para acercarse al sentimiento de los hombres. La mujer que excavó la tierra milenaria de Palestina quería una verdad acorde con su razón. Quiso creer en la cruz de Cristo ante la cruz de Cristo. Recorrió los caminos del conocimiento y su método se acerca a la arqueología, a rescatar el pasado y separar la leyenda de la historia. En su palacio de Roma se construyó una de las iglesias más hermosas de la ciudad, la Santa Croce, para guardar las reliquias que encontró. Su viaje convirtió los Evangelios en madera y piedra. Hizo reales los caminos de Roma Jerusalén. Fue la primera peregrina de un mundo que acababa de nacer.

Libros

Los cristianismos derrotados. Antonio Piñero, Editorial Edaf