Cuando en París ardían las calles y la Bastilla se convertía en el epicentro de la revolución, dos marinos al servicio de la corona española oteaban el mar de Cádiz con ganas de partir. 1789 siempre será recordado por un año de cambios y violencia, una gota de agua que cayó en una calle parisina y que inundaría el mundo al poco tiempo. Transformó una época y tanto Alejandro Malaspina como José de Bustamante y Guerra no lo podían saber, pero ese mismo año que cambiará la faz del mundo también supondría el inicio de uno de los viajes más fascinantes que jamás se hubiesen realizado.

Todo partió de la cabeza de Carlos III, muerto un año antes. El rey ilustrado que había descubierto Pompeya y Herculano quería encerrar todo el saber de la tierra en su biblioteca. Para ello, proyectó una expedición ambiciosa por todo el globo. Sus ministros le daban información confusa de los territorios de ultra mar. Quedaban demasiado lejos las costas americanas y las islas del Pacífico para un viaje real, así que mandó descubrir la verdad de sus posesiones. Simplemente, Carlos III tuvo la ambición de conocer los límites del reino sobre el que se sentaba.

Cuando Malaspina y Bustamente salieron de Cádiz el 30 de julio de 1789 era Carlos IV el que reinaba en España. La expedición ya estaba organizada y nada podía hacer fracasar el sueño del anterior rey. Se fletaron dos corbetas a las que bautizaron con nombres que ya indicaban la intención del viaje: la primera se llamó la Atrevida, al mando de Bustamante; la segunda, Descubierta, comandada por Malaspina. Junto a ellos, 204 tripulantes con billete de ida y sin previsión de volver en mucho tiempo. Hombres de mar que acostumbraban a decir adiós a sus mujeres e hijos y que adoptaban una nueva vida al llegar a los puertos de las ciudades exóticas. Pero junto a ellos también viajaron naturalistas, científicos, astrónomos, personajes que miraban la vida bajo el prisma de la ciencia. A su par, contrataron pintores paisajistas y especialistas en vegetación y en retrato de fauna, como José del Pozo y José Guío.

Libros

Expedición Malaspina. Miguel Ángel Puig-Samper - Editorial Turner

Viaje político-científico alrededor del mundo. Alessandro Malaspina - Editorial Maxtor

Todo lo que los ojos humanos vieran en el viaje debía ser fielmente representado en el papel. Dibujaron costas y bahías, árboles que solo crecen en la calidez del Ecuador, frutas tan grandes y desconocidas que los europeos nunca habían visto. También montañas nevadas que flotaban cerca de los Polos, y hasta un Totem de Mulgrave, en Australia, un dios menor con rostro endiablado. El mundo tenía que conocerse a sí mismo y las bibliotecas de las cortes europeas no podían pasar un día más sin saber el verdadero sentido del género humano.

Primero recorrieron la costa Atlántica de América, de Montevideo a las Malvinas, superando el Cabo de Hornos hasta Chile, haciendo paradas en Santiago de Chile y Valparaiso. De allí pusieron rumbo al norte, visitando las islas de San Félix, Arica y Callao, en Perú. Delinearon la costa de América con una exactitud pasmosa. No hubo puerto ni bahía que no visualizaran a través de las dos corbetas. En Acapulco, parte de la expedición se dirigió hacia el norte, dejando atrás California y llegando hasta el territorio colindante con el Ártico. Fue Alaska la tierra de las praderas nevadas, y en la bahía de Yakurta encontraron casquetes de hielo tan grandes como el barco que apenas los protegía del frío. En la ensenada del Príncipe Guillermo buscaron el resguardo frente a los temporales y tras recoger información científica volvieron sobre sus pasos hacia el sur.

Pero no acabó su afán viajero de vuelta a Acapulco. Atravesaron el Pacífico, como lo habían hecho trescientos años antes Magallanes y sus hombres. De camino a Filipinas hicieron escala en las islas Marshall, en las Marianas y en Guam. En Manila se atrevieron a llegar más allá de sus intenciones y entraron en el puerto de Cantón, donde la China milenaria los recibía con millones de mercancías para vender, desde porcelana a especias. Tras China, descendieron rumbo sur para visitar Nueva Zelanda y la ciudad portuaria de Sidney, apenas un pueblo provinciano en aquella época. Tras Tonga, una isla en medio del océano, volvieron a España.

Habían pasado cinco años desde que comenzaran la expedición y en el reino todo había cambiado. Malaspina había tenido la certeza de conservar sus pensamientos en un diario, que cayó en manos de Godoy. Fue encarcelado por el ministro de Carlos IV a diez años de prisión en un castillo de La Coruña. La corona pagaba así a sus súbditos que le habían dado a conocer los dominios que esta tenía por el mundo.

La expedición de Malaspina y Bustamante apenas es recordada hoy en día, ensombrecida por otros nombres como Darwin, Cook o La Perouse. Su viaje responde a un afán de conocimiento envidiable que situó a la corona española a la vanguardia de la ciencia y de la Ilustración. Pero los hechos admirables suelen durar poco en la historia de este país, el suyo y el nuestro.