Por si no lo he dicho hasta ahora, James Cameron es uno de mis directores favoritos, y siempre lo consideré infalible (hasta que destruyó esa confianza para siempre con Avatar). En los ochenta, después de engendrar una maravilla como Terminator, se atrevió con la secuela de un clásico instantáneo como Alien (1979), una película de terror ambientada en el espacio que ya era perfecta, para reincidir no tanto en la farsa de que segundas partes nunca fueron buenas, sino para demostrar, como ya había hecho Coppola con su Padrino II, que se podía superar el producto original. Y lo hizo con un pequeño giro de género, multiplicando la tensión, expandiendo el ecosistema del villano, incidiendo en la descarnada crítica a las grandes corporaciones, en el derrotismo post-Vietnam, y en el papel de la maternidad (humana y extraterrestre, ahí está el enfrentamiento final). Pero, sobre todo, mejoró el personaje protagonista, hasta tal punto que Sigourney Weaver, en un hecho insólito, consiguió aquí (y no por su primera aparición como Ripley) una nominación al Óscar, constituyendo un antecedente directo de lo que el mismo Cameron haría con Sarah Connor en Terminator 2 (el catálogo de mujeres empoderadas de su cine es digno de estudio).

La película la vi ya de adolescente en su versión extendida de 1992, en Canal +, y me dejó alucinado. Por si no se valora lo suficiente lo que hizo este director y guionista con el mito de Alien, fijaos en lo que no pudo conseguir otro gran cineasta como David Fincher en la tercera (y muy interesante) parte, o en la falta de alma de la cuarta, dirigida por un Jean-Pierre Jeunet en plenitud de efervescencia creativa. Y lo de Ridley Scott y las metafísicas precuelas… merecería una columna aparte.