Un adolescente tirillas se muda a una nueva ciudad y se adapta a hostias: así se construye uno de los grandes iconos de los ochenta, y la mayor campaña de marketing sobre el karate jamás realizada.

El director y el compositor de Rocky (menos inspirados aquí) volvieron a unir fuerzas en un producto que viene a fusionar el espíritu de superación de aquella, con un personaje de chuleta de instituto poco popular que encarnaría como nadie Michael J. Fox, pero que en manos de Ralph Macchio resultaba un poco odioso.

Quien sí se ganaría todos nuestros corazones sin fisuras sería el señor Miyagui, un Yoda de carne y hueso que aportaría una cascada de filosofía oriental que, sin embargo, no podría esconder el trasfondo del film: la mejor manera de defenderse de los abusones es aprender a pelear mejor que ellos. Bien es cierto que los chicos del dojo de los Cobras, en el fondo, no eran malos (ojo a la frase que le dicen a Larusso cuando -spoiler- gana), solo que tenían de sensei a uno de Vox. Y no podía faltar la buena dosis de relaciones tóxicas de pareja, marca de la época, aunque todo fuese por darnos a conocer a Elisabeth Shue.

Apenas conservo un tenue recuerdo de las secuelas, y los dos reboots directamente ni los vi. Pero, en cambio, me lancé de lleno a esa maravilla de serie llamada Cobra Kai: la disección que hace de la historia y el devenir de los personajes (y su pasado), llena de grises y matices, pero sin privarse de instrumentalizar el efecto nostalgia, la convierten en algo muy superior al producto original.