Otros europeos habían visto con sus propios ojos ese prodigio de la naturaleza antes que él. Entre la sabana, en medio del África Austral, la tierra se abre y millones de litros de agua caen constantemente al vacío, formando cortinas de humo espeso que las tribus del lugar llaman ‘Mosi-oa-Tunya’, el ‘humo que truena’, pero que David Livingstone bautizó como cataratas Victoria por una especie de patriotismo y melancolía de su hogar. No fue el primero, desde luego, pero sí el más audaz de todos los que observaron esa región del continente africano, sin perder nunca de vista que los hombres y lugares que encontraba por el camino pertenecían a la misma humanidad que la suya.

No tuvo que ser fácil para un hombre dedicado a explorar África en el siglo XIX estar en contra de la esclavitud. Los ingleses se dedicaban, a esas alturas de la historia, a descubrir el mundo que aún quedaba como una incógnita en los libros. Los jóvenes de familias pudientes salían de las Universidades y los clubs distinguidos y organizaban compañías comerciales. Agujerearon un continente y exigieron a la tierra oro, plata, marfil y hombres de piel negra. Pero Livingstone no procedía de una familia rica, sino de un lugar de trabajadores pegados al textil, donde el mismo trabajó de niño. Convirtió la religión en una vía de escapate, no solamente metafórica. Su juventud la pasó evangelizando el sur de África, desde Ciudad del Cabo hasta la actual Botsuana, en la fe protestante. Se opuso, sin embargo, a este oficio tan antiguo de esclavizar a una población en su propia tierra. Como viajero que fue, era consciente de que las normas de cortesía viajera delimitan que el explorador es, ante todo, un visitante. Un invitado a un lugar nuevo.

África era un lugar extraño. Se habían delimitado sus costas, tras siglos de navegación y comercio, pero el interior seguía siendo un misterio para la mayoría de los viajeros, que encomendaban sus expediciones a las crecidas del Nilo. Desde hacía un siglo, muchos habían sido los exploradores que habían intentado acceder al corazón de África. Bruce había remontado el Nilo Azul en 1763, Park el río Níger en los primeros años del siglo XIX, Clapperton había atravesado el desierto del Sahara entre 1822 y 1827, al igual que Laine y Caillé, pero solamente Burton se había acercado hasta el punto central de aquella África exuberante de selvas y agua, de desiertos y animales mitológicos, apenas unos años que Livingstone.

La expedición del misionero protestante se inició con una travesía por el desierto del Kalahari en 1849. Livingstone sería el primer europeo en atravesarlo. Las jornadas de calor abrasador finalizaron con un baño en el lago Ngami, un milagro de agua entre una geografía tan accidentada. El viajero entabló tratos con varias tribus locales, que lo recibieron con amistad. Desde allí, siguió el curso del río Zambeze, por Angola, Zambia y Zimbabwe, observando que de tanto en tanto, el río formaba lagos medianos con prominentes cataratas. Avanzó durante cientos de kilómetros hacia el océano Índico y le sorprendió la cascada más impresionante que unos ojos humanos pudieran pudieran ver.

El mundo se venía abajo. De repente, el curso del río quedaba interrumpido por un abismo de cientos de metros. Las aguas tranquilas del Zambeze se desprendían en un carrera hasta el interior de la tierra. Desde kilómetros de distancia, una nube de agua se elevaba por encima de los árboles y las riberas se llenaban de troncos podridos, arrastrados por la corriente. Livingstone le puso el nombre que ha quedado recogido en los libros y cartas geográficas. Victoria era la reina bajo cuyo manto Inglaterra se imponía al resto de naciones del mundo. Desde la India hasta América, del Polo Norte a la región más al sur de África, el nombre de Victoria se extendía como una bandera clavada en un planeta ignoto.

Tras el descubrimiento de las Cataratas Victoria, la vida de Livingstone continuó pegada a la aventura. Protagonizó una expedición fallida para descubrir las fuentes del Nilo, pero pensó que estas se encontraban mucho más al sur del Lago Victoria (otra bandera puesta en otro lugar distinto). Exploró la isla de Zanzíbar y el lago Tanganica. Pero por aquellos días se perdió la pista del viajero escocés y muchos en Inglaterra lo dieron por muerto. El periodista Henry Stanley no, que remontando el río Congo se propuso adentrarse en la África profunda para dar con su paradero. Y lo hizo. Fue en la actual Burundi, en 1871, pero Livingstone no quiso volver a Inglaterra, donde lo esperaba una vida de fama y homenajes en clubs a la hora del té. Murió dos años después de malaria, cuando estaba viviendo con una tribu zambia, explorando el lago Bangweulu. El hombre que había visitado cada lugar del África Austral como huésped educado había elegido acabar sus días entre la gente del lugar. No vio la brutalidad a la que se condenó al continente, cuando la codicia europea asaltó el paisaje y sus pobladores. Victoria, la reina que nunca pisó África, da nombre a las aguas que tantas veces remontó Livingstone. Pero así es la historia.

Libros

Viajes y exploraciones en el África del Sur. David Livingstone. Ediciones del Viento

Películas

El explorador perdido. Henry King y Otto Brower. 1939