Dicen los expertos ‘eurovisivos’ que las apuestas no suelen fallar. Es posible que no acierten el ganador, apuntan, pero señalan por dónde irán los tiros. Lo de anoche en el Ahoy Arena de Róterdam lo corrobora. Según los promedios que recogía Eurovision World, la victoria de Blas Cantó se pagaba 100 a 1. El murciano, antepenúltimo, quedó muy pronto fuera de la batalla por la 65 edición del Festival de la Canción europeo.

Su Voy a quedarme no consiguió ni un voto del público y solo seis (dos de Reino Unido y cuatro de Bulgaria) por parte del jurado profesional. La polémica que surgió cuando en un programa de la televisión noruega tacharon la canción de «aburrida» y «similar a un sketch» (a lo que el de Ricote respondió con tres tazas de caldo melodramático vía Twitter: «No puedo reconstruir mi alma viendo cosas como esta. Nadie sabe por lo que estoy pasando ni el esfuerzo que hago incluso para seguir vivo. No les culpo, seguro que ellos están perfectamente. Todo mi amor siempre») pareció representar bastante bien cuál era el sentir general con respecto a la representación española.

Es curioso, por cierto, que la canción de Cantó no fueran tan diferente a la que defendió el suizo Gjon’s tears, tercer clasificado. Se trataba en ambos casos de uno de los tres tipos de canción que suelen predominar en Eurovisión. A saber: balada con base de piano y detalles electrónicos en la que un cantante con dotes líricas mira fijamente a cámara mientras traza remolinos con las manos y se coloca el micrófono a dos palmos de la boca. Algo así como si los alumnos aventajados de Los chicos del coro fueran a Operación Triunfo.

«Rock and roll never dies»

Los grandes triunfadores de la noche fueron los italianos Maneskin, que ya reinaban en las casas de apuestas. Con Zitti e buoni, la banda transalpina desplegó en el escenario holandés una ensalada de variantes que ellos llaman ‘glam rock italiano’ y que se parece más bien a lo que pasaría si el hijo de Dave Gahan y el de Mick Ronson hubieran soñado con tocar en los guateques de Harry Potter y el cáliz de fuego. Por si no fuera suficiente con el recital de muecas sacadas del manual del estereotipo del rockero que los italianos adoptaron cada vez que una cámara pasaba a menos de 200 metros de su sofá, el cantante, Damiano David, coronó la noche con un sonrojante «rock and roll never dies».

La plata fue para Barbara Pravi. Teniendo en cuenta que Eurovisión oscila gran parte del tiempo entre un anuncio de L’Oreal y un lugar en el que lían a más de 25 personas para montar una cuenta atrás, propuestas como la suya, con algo parecido a contención, se agradecen. Su Voilá, no obstante, volvió a dejar claro que los franceses hacen lo mismo con la música que los italianos con la pizza. Peinado a lo ‘garçon’, esa forma de cantar entre lo bohemio, lo pícaro y lo inocente y ya está media Europa hablando de la sutileza francesa durante tres minutos y pico.

También fue reseñable la actuación de los islandeses Dadi & Gagnamagnid. Aunque no pudieron actuar en directo -uno de sus miembros dio positivo por coronavirus y tuvieron que aislarse en el hotel-, el vídeo de su Ten years fue el único atisbo de algo tan pop como la ironía en una gala plagada de empalagosa solemnidad.

El resto de canciones se quedaron en medio. Llevaron el peso de la tercera vía habitual por estos lares: bases ‘bailables’ sobre las que se cimentan o bien revisiones de la tradición mezcladas con vanguardia (lo que se acaba traduciendo en trajes regionales con sintetizadores) o bien proclamas con la capacidad de no molestar a una sola persona en el universo. «Be yourself», cantaba, con cara de pocos amigos, la rusa Manizha.

Y por debajo de todos, el británico James Newman y su Embers. Quizá el público y el jurado no castigasen solamente el ‘Brexit’, sino el hecho de que los inventores del pop presentasen una canción tan memorable como una silla. Al menos, James se lo tomó bien. Su imagen, cerveza en ristre, recibiendo con una sonrisa el aplauso lastimero del público, es ya historia de Europa.