En algunos artistas se desvela una misteriosa angustia producida por los dictados internos de la verdad. Y derivan sus metafísicas pinturas hacia un supuesto sosiego velazqueño, pero con conciencia y consciencia descubrimos la tragedia picassiana que se balancea en las esquinas de cada cuadro. Álvaro Peña (Murcia, 1968) disfrutó de una infancia feliz, transcurrida en Los Martínez del Puerto, donde sus padres, médico y maestra de escuela, ejercían sus oficios. Después de cursar el bachiller, se traslada a la capital y se licencia en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. «Cinco años de estudio, fiesta y desconcierto artístico». Así resume el pintor esa etapa estudiantil, en la que comienza a realizar sus primeras ‘manchas geométricas’, ilustraciones y viñetas.

Informado autodidacta

Antes de su traslado a la Villa y Corte, es componente (al teclado) del grupo de pop Décimo Piso y, a pesar de ofrecer conciertos durante dos años, sus canciones se registraron sólo en maquetas de prueba. Cuando regresa a Murcia, imparte clases de Informática hasta 1997, cuando se convierte en funcionario en el ayuntamiento de Blanca. Rigurosamente compagina su trabajo con su pasión: la pintura, donde se inicia de forma autodidacta. Ha publicado varios libros sobre humor gráfico y participa en publicaciones como ilustrador y dibujante de cómic. También ha intervenido en muestras colectivas de pintura y protagoniza exposiciones individuales en Murcia y otras ciudades españolas.

El 7 de septiembre, Álvaro Peña inaugura El cabaret de los sueños perdidos en la sala de exposiciones que la Fundación Cajamurcia cuenta en Madrid (C/ Cedaceros, 11). Con 18 cuadros, en técnica mixta, acrílico y acuarela, el pintor murciano intentará sorprendernos lanzándose en un «triple salto mortal», para competir con los libidinosos daguerrotipos del lenguaje corporal.

Ejerciendo periódicamente como ilustrador, dibujante de cómic y humorista gráfico, ¿cree que se le tomará en serio como pintor?

Debido a mis comienzos de dibujante, me está costando mucho más mostrar mi faceta de pintor. Mis necesidades artísticas las expreso mejor a través de la pintura. Con el cómic me he ejercitado, dotándome de facilidad para el trazo fluido. El buen pintor debe contar con una extensa formación como dibujante; me lo dijo Baldomero Ferrer, Baldo, cuando me vio pintar viñetas a los 13 años.

Usted trabaja de funcionario del Estado, ¿se considera lo que llamaríamos un ‘pintor dominguero’?

Suelo pintar de lunes a domingo. Los sábados y festivos me levanto a las 7 de la mañana para trabajar como pintor. Mi labor de funcionario se reduce de lunes a viernes y sólo por las mañanas, el resto de la semana se lo dedico a mi familia y a la pintura. Le tengo que decir (el entrevistado adopta un gesto de excesiva seriedad) que yo pinto casi todos los días. Y además, creo que nadie que se dedique en serio a la pintura lo practica sólo un día a la semana.

De su última exposición, celebrada en noviembre de 2010 en el Casino de Murcia, a esta muestra que ha preparado para Madrid se aprecia un cambio radical en su forma de pintar. ¿Se convertirá en su nuevo método pictórico?

Soy un pintor inquieto. Durante años me ha preocupado encontrar un estilo propio y en los dos últimos, investigando la obra de grandes maestros, me he dado cuenta de que encasillándome, no puedo avanzar en la búsqueda del arte verdadero. Si Picasso o Gustav Klimt hubiesen mantenido siempre su forma academicista de pintar, no habrían conseguido las obras maestras que hoy conocemos.

Es usted gran admirador de la obra de Gaya y copia a menudo los cuadros del universal artista. ¿No lo considera un excesivo riesgo?

Intentar parecerse a los grandes maestros es un fin que, de algún modo, todos perseguimos. Yo no imito; a partir de la admiración intento homenajear a mis pintores predilectos, copiando sus cuadros para aprender. Es un halago que me califiquen de ‘gayista’.

¿Qué ha intentado transmitirnos en El cabaret de los sueños perdidos, donde la figura humana es el único tema que trata?

Es la primera vez que lo hago. Y también es la primera vez que sacrifico el aspecto inmediato de la belleza externa, que me preocupaba mucho transmitir en anteriores exposiciones. Las figuras de esta colección de retratos muestran a seres desafiantes en pura confrontación: en lucha constante entre su perfil demoniaco y su alma angelical.

Ha transcendido de pintar acequias y huertos de Murcia a trazar personajes de cabaret y bohemios de París. ¿Cómo justificaría esta innovación?

No me debo a exigencias de mercado ni a modas pasajeras. En cada momento pinto lo que necesito y me dictan los sentimientos, pero siempre después de un periodo reflexivo de mis intenciones.

Sin Cézanne el mismo Picasso reconoció que él no hubiese existido. ¿Podría usted decir eso mismo de algún pintor que haya determinado su vocación artística?

Durante mi juventud descubrí a tres grandes maestros acuarelistas murcianos: Ramón Gaya, Pedro Cano y Pedro Serna, y desde ese momento se convirtieron en mis pintores de referencia; hasta el extremo que abandoné el óleo para centrarme e investigar sobre la acuarela.

Decía Oswaldo Guayasamín que «pintar es gritar». ¿Está de acuerdo con este pensamiento?

A pesar de los trazos expresionistas de este fabuloso pintor, en los que coincido, creo que el mensaje de mi obra se aleja de la desdicha y de la angustia que muestran los marginados personajes de Guayasamín. Pintar es transmitir y emocionar. Resulta evidente que recibo las influencias del expresionismo alemán y austriaco, y también de los pintores franceses de Montmartre, donde se inició la vanguardia parisina.

En sus cuadros se aprecian cuerpos desnudos y apasionados que proyectan libertad y al mismo tiempo cierta opresión de sentimientos. ¿A qué se debe esta dualidad emocional?

La fuerza expresiva de cada habitante de El cabaret de los sueños perdidos se refleja en la torsión y retorcimiento de sus anatomías; y ahí he concentrado la complejidad del ser humano, con sus virtudes y sus miserias. Consiguen atraparnos -a la vez- desde la atracción y la repulsión de sus enigmáticas miradas.

En un periódico se podía leer que los críticos de arte son como «francotiradores agazapados» que se limitan a juzgar frívolamente las creaciones y el esfuerzo de los artistas. ¿Qué opina usted?

Es difícil responder a su pregunta sin que nadie se sienta ofendido. En esta vida, cada oficio se debería ejercer con la máxima lealtad y criterio responsable. Pero en todas las profesiones encontramos ‘meretrices’ (Y advierto que debo terminar la entrevista).