«Cualquier imprevisto nos pone patas arriba -asegura el poeta al otro lado del teléfono-, nos desarma y nos genera una sensación de impotencia tan grande que todo lo demás queda eclipsado». Perdemos las riendas y la incertidumbre «nos atenaza, y no somos capaces de atender a nada más». Alberto Chessa (Murcia, 1976) habla de la covid-19, por supuesto, pero también de Filomena, que le tiene ‘atrapado’ junto a su mujer y sus hijas en su casa de Madrid. Allí lleva viviendo unos veinte años ya -«prácticamente toda mi vida adulta»-, pero reconoce que sintió una «especial satisfacción» cuando se enteró, a mediados de diciembre, de que era el ganador del XVIII Premio de Poesía Dionisia García-Universidad de Murcia. Ya saben, la tierra tira, y las victorias en casa siempre saben mejor (sobre todo cuando el tuyo es tan solo uno más entre los más de 660 originales que este año se presentaron al certamen...). Aunque, bueno, a decir verdad, ‘uno más’ tampoco sería cuando consiguió seducir al exigente jurado que había preparado la UMU para la ocasión. Por eso la expectación es máxima de cara a la publicación de Anatomía de una sombra -el poemario en cuestión-, que, si no hay ningún imprevisto de esos «que nos pone todo patas arriba y nos desarma», verá la luz la próxima primavera.

Lleva ya media vida en Madrid, pero supongo que ser reconocido en casa -en este caso concreto, por la UMU- siempre es especial.

Sí. Pero no se lo digas muy alto, que ya sabes que en este mundo los éxitos no se perdonan... Aunque, bueno, al ser un logro poético supongo que me ganaré el indulto, porque no dejamos de ser el lumpenproletariado de la literatura... [Risas].

Bromas aparte, sí, por supuesto, es una satisfacción muy grande. Siempre lo es cualquier reconocimiento sea del tipo que sea, pero si además es en la ciudad donde naciste y en la universidad en la que estudiaste, pues todavía más. No obstante, te diría que lo que me invita a entrañar este galardón de una manera más profunda y humana son los miembros del jurado. Que lleve el sello de la UMU me despierta una sonrisa nostálgica, pero que el nombre de este premio lo complete Dionisia García y que el jurado lo componga gente como Francisco Javier Díez de Revenga, Eloy Sánchez Rosillo, José María Álvarez y Aurora Luque..., eso, eso es lo que más me halaga.

Tener el beneplácito de una voz autorizadísima de la poesía regional y nacional como es la de Eloy Sánchez Rosillo debe ser tranquilizador a la hora de afrontar la publicación de este poemario...

Mucho. Tranquilizador y sumamente halagador, insisto. Además, que él haya sido uno de los que hayan elegido mi trabajo entre otros muchos es particularmente especial para mí por varios motivos. Porque Eloy, además de ser ese gran conocido para cualquier buen lector de poesía que se precie -es imposible que alguien que se considere como tal pueda ignorar o desconocer su obra- y de tener con él cierta amistad, fue probablemente mi primer profesor durante la carrera; y si no fue el primero que apareció por el aula, sería el segundo o el tercero, pero no más. Él impartía Literatura Medieval, y yo, justo en el verano previo a empezar Primero, había leído la primera edición compilatoria de Las cosas como fueron, y había quedado fascinado, claro. Por eso no olvidaré nunca aquel primer día, cuando vi entrar a Eloy en el aula. Fue la primera vez en mi vida que entendí que un poeta tenía piernas y andaba [ríe], que un gran autor, al que había leído y saboreado, con el que había buceado y me había confundido entre la maraña de su universo poético, respondía a un nombre real. Para mí fue como si entrara por la puerta Garcilaso.Por cierto, al hilo de lo anterior, de esa ‘tranquilidad’ de la que hablábamos... Este año se cumplen diez de la aparición de su primer poemario.

Ahora que está a punto de publicar un nuevo libro -el quinto-, ¿qué siente cuando ven la luz por primera vez sus versos? ¿Ha cambiado algo en todo este tiempo, desde que apareció La osamenta? ¿Los nervios del estreno todavía perduran?

Pues no te lo vas a creer, pero no había tomado yo consciencia de esa modesta efeméride... Modesta para la humanidad, claro, porque para mí es importantísima. La publicación de ese primer libro es algo que no habrá escritor que olvide jamás; luego te pondrán bailar mil y una situaciones o pormenores, pero esa no. Cernuda habla de esto en Historial de un libro, de cómo sintió un temblor físico que le sacudía de los pies a la cabeza cuando cogió las primeras pruebas de Perfil del aire.

En cuanto a qué queda hoy de eso..., pues hombre, yo como todo buen poeta que se precie soy supersticioso y mantengo la sanísima costumbre de que, cualquier libro que salga con mi nombre -traducciones incluso-, duerme su primera noche debajo de mi almohada. Cada oficio tiene sus fetiches, y yo desde que supe de éste lo cumplo con el mismo fervor y candidez que el primer día. O sea que sí, los nervios siempre están ahí. Obviamente aquí no se juega dinero -no quiero ni imaginar cómo lo llevan autores superventas cuya vida depende de ello-, la cosa no va por ahí... Yo creo que la inquietud, la zozobra que acompaña a la salida de un poemario, siempre va en la dirección de ese equilibrio tan difícil, tan desafiante, entre la impudicia confesional y el pudor de confesar más de la cuenta. No tanto por lo de que quien te lea pueda juzgar o prejuzgar sobre de ti, como por que le pueda incomodar.

¿En qué sentido?

En dos vertientes. En primer lugar, por poder incomodar a un lector con nombre y apellidos. La escritura de poesía en España, en cuanto a su recepción, está emparentada con la de los diarios, porque básicamente tienes el mismo grado de exposición y te va a leer -en un altísimo porcentaje- gente que te conoce o, al menos, sabe algo de ti. Claro que quedamos algunos locos que leemos poesía de gente que ni conocemos ni tenemos en la agenda, pero somos muy pocos... Entonces, en ese sentido, saber que vas a desnudar no solamente tu yo confesional, sino muchos otros yoes, los de gente que forma parte de tu círculo más estrecho, genera cierto nerviosismo.

Y luego, en segundo lugar, también por la gente que no forma parte de ese círculo. Ya sabes, por lo de la ‘canción del verano’: «Yo la poesía es que no la entiendo». Empiezo a pensar (o a maliciar) que muchos de los que dicen eso no leen poesía porque la entienden demasiado bien, y entronco con eso que te decía de que se sienten perturbados, incómodos: se les remueve el culo en el asiento, porque si la poesía tiene tensión de verdad no se anda con paños calientes; va a la yugular, a tocar el alma humana.

Entonces, tampoco es una mala señal, ¿no? El arte debe violentar, debe remover...

Claro. Pero desde los antiguos griegos. La khátharsis era eso, básicamente: esa purgación de los instintos, de las pasiones..., esa suerte de exorcismo renovador y dual donde uno acaba ejerciendo un doble papel de poseído y del que trata de domesticar a ese espíritu maligno para poder seguir viviendo.

A lo largo de su carrera como poeta no ha tenido prisa en publicar, dejando varios años entre poemario y poemario. Esta vez, entre Un árbol en otros (2019) y Anatomía de una sombra apenas va a dejar respiro al lector. ¿A qué se debe? ¿Simplemente es cosa de los famosos ‘flujos editoriales’ o este año ha tenido más tiempo para dedicarle a la poesía?

Intento traducir en ventajas los inconvenientes para publicar (bien) poesía en España. Cada uno tiene sus ritmos, pero no creo que un exceso de prolificidad sea necesariamente bueno... En cualquier caso, una cosa es escribir y otra publicar. Yo creo que a la poesía le viene muy bien un remanso, un tiempo de espera, un periodo de barbecho. Por supuesto, se pueden encontrar infinidad de ejemplos que juegan en mi contra (hay grandes libros que han nacido de una pulsión), bien, pero no debiéramos considerar eso una norma. Hay páginas que parece que se escriben solas, pero la mayoría no son así, ni lo han de ser; hay que batallar con los textos, no acumularlos porque sí.

Mira, yo me ciño a proyectos poéticos, a aventuras que más o menos me suelen durar en torno a tres, cuatro años, y, por supuesto, antes de su conclusión tengo tentaciones... «¿Y si doy carpetazo? Lo ultimo, lo cierro y lo envío». Alguna vez lo he hecho y me he arrepentido. Alfonso Reyes dice que uno publica para no pasarse la vida corrigiendo; yo, aumento la apuesta, porque ni siquiera habiendo publicado amilanas el deseo de seguir puliendo esos textos. No es que me pase el día leyendo mis libros, no me malinterpretes, pero cuando tengo ocasión de hacerlo -para un recital, por ejemplo-, es rara la vez que no reparo en algo que pienso: «¿Cómo pude poner esto así?» [Risas].

En cualquier caso, a mí no me parece que cinco poemarios en diez años sea un bagaje escaso..., mas bien, demasiado alto; definitivamente, debería haber publicado menos [Ríe]. No obstante, sí, estoy en un momento bastante prolífico, y no sé a donde me va a llevar, pero además de Anatomía de una sombra tengo alguna otra cosa casi terminada. Vamos, que como me diera un mal aire y decidiera sacarla se hace trizas la estadística [Risas].

Se lo preguntaba porque ya sabe que hay muchos escritores que han aprovechado los sucesivos confinamientos para darle un empujón a sus textos... ¿Alberto Chessa aprovechó la cuarentena para escribir? ¿Logró concentrarse a pesar de la que estaba cayendo ahí fuera?

Pues lo cierto es que, para entonces, este poemario estaba ya cerrado; en concreto, abarca del verano de 2017 a finales de 2019, aunque su revisión si me hizo meterme en los primeros meses del año pasado... No obstante, sí empecé otro poemario durante el confinamiento. Me ‘forcé’ a ello. Viví aquellos días como una obligación casi marcial de exprimir bien el tiempo, de aprovechar la coyuntura. Por un lado, soy de esas personas a las que no le cambió estratosféricamente la vida que nos encerraran: yo ya ‘teletrabajaba’, y en general tiendo a ser bastante casero, con lo que no se me cae la casa encima si tengo que pasar unos cuantos días aquí metido.

Yo he sido siempre muy de mi cuarto -de puerta cerrada, eso sí-, y tengo la suerte de que siempre he podido contar con un espacio propio, mío. Por eso a mí lo que más me cambio la vida es dejar de estar solo. Ahora tengo conmigo a mi mujer y a dos niñas pequeñas, y el estar los cuatro todo el rato en casa durante el confinamiento me obligó a hacer algo que de por sí he disfrutado toda mi vida, pero que siempre ha andado en la pelea entre el gusto de cumplir con el propósito y la pereza que da. Hablo de madrugar mucho. Y lo conseguí. Pero cuando digo ‘mucho’ es mucho: todos los días me levantaba a las cuatro de la mañana para sacar cuatro o cinco horas seguidas de trabajo en plena armonía, en plena soledad silente (que es la que hace falta para concentrarse). Así que en ese sentido sí que he podido trabajar más o menos bien. A mí lo que más me perturbó fue, efectivamente, lo que ocurría de puertas para afuera: la angustia que transmitían esos timbales que continuamente resonaban tras los cristales de la ventana. Porque cuando el miedo se extiende por la tierra, sobre todo se escucha; luego ya llegará lo demás (olerlo, palparlo...), pero el primer síntoma es que el sonido ambiente pasa a estar sucio, y late gravemente en la atmósfera. Y, ante ese pavor, o tienes una gran capacidad de inhibición, o eres un frívolo o te tomas tres botellas de Jack Daniel’s. Pasa un poco como con la ice age esta que nos ha llegado de repente [en alusión a Filomena]: con cosas así nos damos cuenta de lo volubles e inestables que somos, y resulta tan fascinante como terrorífico. Creemos que tenemos más o menos asidas las riendas, pero no es así. Cualquier imprevisto nos pone patas arriba, nos desarma y nos genera una sensación de impotencia tan grande que todo lo demás queda eclipsado; nos atenaza, y no somos capaces de atender a nada más. Y la nevada pasará, y lo de la covid también, pero no saber cuándo es lo que nos azota como especie. Tenemos la necesidad de ponerle coto o lindes a las cosas, y cuando no podemos, solo vemos abismo. Si repasamos la historia, durante la última pandemia grave que sufrió el hombre -la mal llamada gripe española- lo que más abundó fue encomendarse a Dios porque no quedaba otra. Claro, ahora la suficiencia del ser humano nos ha llevado a pensar en todo momento que esto estaba en nuestras manos, y desde el primer día hemos barajado fechas de caducidad para el virus. Así que si esa autosuficiencia tenía algo bueno, deja de ser una ventaja en el momento en que el paso del tiempo te genera una impaciencia casi infantil porque llegue el final, como cuando pides una pizza y solo puedes concentrarte en que suene el timbre de la puerta.

Y eso, entiendo, afecta a su poesía... Quiero decir, independientemente de que escriba o no sobre la pandemia, supongo que es inevitable que esta situación permeara en el folio durante esas intempestivas jornadas de trabajo.

Sí, claro. Afecta incluso aunque pretendas huir de ello. Y estoy convencido de que esa ‘huella’ va a ser perfectamente rastreable en todo lo que se escriba durante este tiempo; incluso aunque el autor aspire a ningunearla. El mero ejercicio de ocultar ese rastro lo hace presente. Uno no trata de soslayar la impronta que le pudieran causar..., yo qué sé, los abedules. Hay un verso de [Ralph Waldo] Emerson que dice así: «Cuando ellos huyen de mí, yo soy las alas», pues bien, igual lo podríamos retitular como ‘Monólogo dramático de la pandemia’ [Risas].

Volviendo a ese próximo poemario... Cuando escribe poesía -y corríjame si me equivoco- tiende a reflexionar directa o indirectamente sobre sí mismo. ¿Sigue Anatomía de una sombra esa línea? ¿Usted cómo lo definiría?

Bueno, es un cancionero de amor y de dolor. Esa sería la definición que mejor le casaría. Anatomía de una sombra es una larga confesión que trata de reflejar -y, al mismo tiempo, de exorcizar, limpiar, purgar o sanar- el transcurso de un par de años terribles que estuvieron signados en todo momento por la enfermedad de mi mujer; una enfermedad, por cierto, a la que hay que ponerle nombre: cáncer. Por fortuna, ya está (débilmente) recuperada, pero tanto ella como los que la compadecimos entendimos mejor que nunca durante aquellos meses hasta qué punto extirpar su nombre a algo es el primer paso para estigmatizarlo (más todavía). Entonces, tras un primer momento de silencio impuesto -literalmente me quedé mudo tras el diagnóstico-, sentí la necesidad, como nunca la había sentido antes, de buscar las palabras para explicar todo aquello; y, si no las encontraba, de seguir buscando y excavar un túnel hasta el centro de la Tierra si hubiera sido necesario para encontrarlas.

Y el título [Anatomía de una sombra] alude a eso. Cuando un ser querido sufre una enfermedad de este tipo -que ataca de una manera tan visible la anatomía, al cuerpo-, cuando su tratamiento te deja hecho una pasa y efectivamente parece que de pronto te han caído veinte años encima, esa carcasa [el cuerpo] que va siempre con nosotros y que salvo en momentos muy concretos damos por amortizada, cobra más importancia que nunca. No somos conscientes de que somos cuerpo. Y con todo este proceso me di cuenta -y este es un verso del libro- que «somos también los cuerpos que amamos, somos también los cuerpos que nos duelen». Entonces, esa responsabilidad para con el cuerpo de un ser amado, ese descubrir que lo que amas se está reduciendo a una sobra, te muestra que tu misión en ese momento pasa por hacer todo lo posible para devolverle cuerpo a esa sombra, y de ahí ese título.

No obstante, debo decirte que éste es un libro-espejo, y en ese sentido también hay que tener en cuenta, casi a modo de prevención, que los espejos no siempre devuelven la realidad (de hecho, la realidad no la devuelven nunca, simplemente hacen una lectura...). Con esto quiero decir que Anatomía de una sombra no es el relato notarial de unos hechos, de una vivencia (si no, no sería poesía), sino el espejo que confronté a esa realidad, y, por tanto, lo que en él vemos reflejado es, por momentos, una realidad deformada, inventada, desnudada.