T. S. Eliot era consciente de que haber nacido en Saint Louis, junto al gran río, había marcado su vida de forma indeleble. Cuando admiramos la plenitud con que se describe la naturaleza en su poesía sabemos que procede, sin ninguna duda, de la experiencia de la infancia, de una mirada desplegada que retiene las imágenes de los paisajes, las voces de los niños en New Hampshire, el río rojo en Virginia, las gaviotas, verdaderas propietarias de Cape Ann, las lilas y los jacintos en el mes de abril, reflejos todos de un ojo dorado.

La naturaleza regala en cada estación unos dones distintos. La fiesta campestre que acontece en el atardecer de una tarde de verano contrasta con la serenidad otoñal, con la sabiduría de los ancianos, mientras que la llegada del invierno acerca las tinieblas, la sensación de fin, de acabamiento. Resulta evidente, además, que la naturaleza otorga serenidad a los poemas de Eliot. En un mundo que está en constante movimiento, en donde el tiempo se desliza de forma inexorable, Eliot parece empeñado en tratar de captar la calma, como en los Cuatro cuartetos, donde busca, a través de la luz, el resquicio que le permita observar las flores y los pájaros en reposo, en quietud.

El tono religioso también se desvela en la poesía de Eliot haciendo evidentes, como en Miércoles de ceniza, la falta de esperanza, el clamor en el desierto y la invocación de la palabra, dando la sensación de que mientras la naturaleza fluye eterna y perpetuamente, los hombres tienen la imperiosa necesidad de edificar, cosas buenas ciertamente, en concreto iglesias, como se pone de manifiesto en los coros de La piedra.

Se trata de construir con materiales nuevos y el camino hacia el templo parece el único camino. La comunidad lo es todo y una comunidad sin templo carece de hogar. Eliot confía en la pureza de los mártires y los santos, en la verdadera fe de los cruzados. Está convencido de que al servicio de Dios «brota el orden perfecto del lenguaje y la belleza del hechizo».

En la poesía de Eliot se advierte, por lo demás, una tendencia a repetir y encadenar imágenes. El atardecer entre el humo y la niebla, la luna entre la lluvia, en el amanecer de la calle, las habitaciones cerradas, los objetos cotidianos, la capilla del ermitaño y la hora violeta son imágenes que se suceden y, a veces, se encadenan de unos poemarios a otros, en Prufrock y otras observaciones, en Los hombres huecos y en La tierra baldía.

También fluye, en ocasiones, un cierto sentido del humor que recuerda la ironía del teatro del absurdo y, sobre todo, un tono de añoranza que se despliega en los recuerdos (puros) que atesoramos de la navidad, en el olor del mar, de los barcos, como en los Poemas de Ariel. Hay una sensación irrevocable que trata de enlazar el principio con el final, el nacimiento con la muerte, como en la historia del general romano Coriolano. Ligada a esa sensación que en continuidad pretende enlazar principio y fin está siempre presente la obsesión por el tiempo, como en los Cuatro cuartetos, donde Eliot se regodea en el mundo de los pescadores, en el tiempo del viaje, en la angustia de la espera, pues sólo el santo es capaz de «aprehender el punto de intersección de lo intemporal con el tiempo».

Por eso, finalmente, se complace en las estaciones, en la oración al calor del invierno, en las palabras del maestro ya fallecido, en un juego de palabras que abarca principio y fin, rosa y fuego. Porque, a fin de cuentas, siendo la poesía una experiencia individual, privada, que en su concepción abstracta puede alcanzar un valor universal, esa experiencia se traduce, en definitiva, en la búsqueda infatigable de algo inasible, algo que cuando la palabra no está dicha se construye con un lenguaje nuevo.