Auguste Comte, un filósofo del siglo XIX, desarrolló la idea de que la humanidad ha atravesado tres estadios. En el primero de ellos, el teológico, se apela a explicaciones teológicas: Dios (o los dioses) han causado esto o aquello. En el segundo estadio, el metafísico, se recurre a entes abstractos: espíritus y cosas así. Y, por fin, en el tercero, el positivo o científico, las explicaciones se basan en la observación y la experimentación. A estas alturas de la historia ya deberíamos andar más que inmersos en el tercer estadio y, sin embargo, ahí estamos, con el mal de ojo. Recabo la opinión de Daniel Torregrosa, un divulgador científico que llena las salas cuando conferencia y que, además, tiene un libro que se vende: Del mito al laboratorio. Ha sido nombrado recientemente vocal de la Real Sociedad Española de Química, en su sección territorial de Murcia y fue miembro cofundador, vicepresidente de la Asociación de Divulgación Científica de la Región de Murcia. Para hablar de ciencia, pues, poca gente mejor.

Dos décadas ya del siglo XXI y la gente continúa creyendo en el mal de ojo y visitando curanderos. ¿Por qué persiste esa creencia a pesar de los impresionantes avances de la ciencia? Para un divulgador de la ciencia, como usted mismo, debe de resultar descorazonador, ¿no?

El ser humano es crédulo por naturaleza. Desde la infancia aceptamos las advertencias que nos hacen nuestros familiares o maestros sin cuestionar la validez de las mismas. Si nos dicen que meter los dedos en un enchufe o comernos una seta del campo es peligroso, nos lo creemos y no se nos ocurre aplicar la experimentación directa para comprobarlo.

Nuestros ancestros tenían más probabilidades de sobrevivir si estaban convencidos de que estaban expuestos a un peligro pese a que sus sentidos no lo detectaran. A lo largo de la evolución humana, las creencias han permanecido como algo vital para la supervivencia, lo que nos ha dejado de forma residual y a nivel adaptativo un terreno fértil para el surgimiento de la anticiencia. Siempre hemos sido presas fáciles.

Hay una frase del científico y divulgador Carl Sagan, que sigue vigente a día de hoy, y que resume también mi opinión: «Vivimos en una sociedad profundamente dependiente de la ciencia y la tecnología en la que nadie sabe nada de estos temas. Esto constituye una fórmula segura para el desastre».

Steve Jobs rechazó el tratamiento contra el cáncer y optó por la medicina alternativa. El cáncer se extendió. ¿Cómo se explica que incluso gente de gran nivel educativo y cultural tenga estos comportamientos?

La medicina alternativa nos ofrece «atajos» para curarnos de enfermedades sin sufrir largos y duros tratamientos. Nos venden el camino corto y fácil para resolver nuestros pequeños o grandes problemas cotidianos, aprovechándose, en ocasiones, de la desesperación y el sufrimiento. Las personas inteligentes son especialmente hábiles defendiendo creencias a las que llegaron por medios no racionales. Y además está lo que en Psicología se denomina «sesgo de confirmación», que es la tendencia a buscar, interpretar y defender la información que confirma las propias creencias. Es difícil escapar de estos sesgos cognitivos.

El Mar Menor se encuentra moribundo por los nitratos de la agricultura. La Región lidera la clasificación de peor calidad del aire. Son solo dos ejemplos de cómo la ciencia y la tecnología acaban teniendo repercusiones negativas en nuestras vidas. ¿Qué le contestaría a alguien que dijera que la ciencia ha traído, como mínimo, tantas ventajas como problemas? ¿Seríamos más felices y estaríamos más sanos sin ciencia?

Sin entrar en las causas directas del deterioro del Mar Menor o las derivadas de la contaminación atmosférica, que son multifactoriales y no deben simplificarse con una única o con unas pocas causas, considero injusto que se asocien estos problemas al progreso científico y tecnológico sin aportar más matices. No cabe duda de que el mal uso, o el uso sin control, de algunas tecnologías, nos ha llevado a accidentes o catástrofes medioambientales, pero no ha sido por la ciencia sino por el mal uso de la misma.

La esperanza de vida en el mundo prácticamente se ha triplicado en apenas cien años. La cloración masiva del agua de consumo, el acceso a alimentos más seguros, las vacunas, la profilaxis y los tratamientos médicos han sido responsables de este aumento. No es solo que no estaríamos más sanos o felices sin ciencia, sino que quizá simplemente muchos de nosotros no estaríamos vivos sin el progreso y los avances científicos de las últimas décadas.

¿La ciencia ha avanzado tanto como parece? ¿O aún sabemos muy poco?

La ciencia es una búsqueda constante de conocimiento, una aventura colectiva de la humanidad, un proceso sin fin. Cada respuesta conseguida genera decenas de nuevas preguntas. Y es, o debería ser, humilde. Y es esa humildad, una virtud que se enfrenta a la arrogancia de los dogmas cerrados. Sabemos muy poco, seguramente, pero hemos conseguido gracias a ella curar enfermedades terribles, aumentar la esperanza de vida, hemos pisado la Luna, tenemos sondas espaciales en los confines del sistema solar...

Ante la tardanza de la ciencia en encontrar una vacuna para el coronavirus, hay quien puede pensar que la ciencia va más despacio y sabe menos de lo que nos han enseñado.

La media de tiempo para el desarrollo de una vacuna es de cinco años. Hay que pensar que es un fármaco que se aplicará a la población sana de forma masiva y, por tanto, deben cumplirse todas las fases y garantías de su eficacia para que el riesgo de efectos secundarios sea lo más cercano a cero posible. El esfuerzo internacional que se está haciendo nos traerá la vacuna posiblemente en la mitad de tiempo. No se trata de ir deprisa o despacio, sino de hacer las cosas bien, con rigor y seguridad.

La ciencia ha ido evolucionando; es decir, las teorías del pasado han sido sustituidas por otras nuevas. ¿Qué le decimos a un alumno que nos dice que para qué va a estudiarse las teorías de ahora si, total, seguro que dentro de unos años se demostrará que son falsas?

A ese alumno tan perspicaz le animaría a que estudiara «las teorías de ahora» para que sea él mismo el que las derribe. Su nombre se escribirá con letras doradas en la Historia de la Ciencia. Ya en serio, creo que cada esfuerzo por enseñar la ciencia o generar entusiasmo por ella, principalmente en las aulas de las escuelas, contribuye a crear un mundo mejor. Siempre digo que los profesores son los héroes modernos de nuestra sociedad.