La historia de Francisca González Navarro es la historia de lo que sucede cuando una mente trastornada por los celos y enfebrecida por la cocaína y el alcohol se encuentra con dos criaturas inocentes engendradas por el responsable de sus desvelos. José Ruiz Nicolás era el amor de su vida. Se habían conocido en una fiesta en 1987 y poco después pasaban por el juzgado para contraer matrimonio 'de penalti'. Casi una década más tarde, y ya con tres hijos, pasaron por la vicaría. Fue entonces cuando adquirieron, por diez millones y medio de pesetas, el dúplex de Santomera que serviría de escenario de la tragedia. Era, casualidad o no, el número 13; en la apacible calle Montesinos.

Los problemas habían comenzado pronto. Paquita contaba que al poco de casarse, José comenzó a incitarla para realizar intercambios de parejas. Asistían a clubs swingers, como el Brasil de la pedanía de Santa Cruz y el Ninette, en Llano de Brujas. Cuando se conocieron, relataba Francisca, José estaba habituado al sexo con prostitutas y en forma de tríos y orgías. Con ella quiso rehabilitarse, pero la cabra tira al monte.

Descubrir que su marido le era infiel acabó de perturbar aquella alma ya desgarrada. Lo llamaba insistentemente al móvil; su propia cuñada le recomendó visitar a un psicólogo, pues pasaba el tiempo y la mujer no conseguía superar aquello. «Lo que tú tienes», le decía su cuñada, «es un ataque de cuernos». Acudió más de una vez en taxi, camuflada con una peluca roja, al polígono industrial de Lorquí, Base 2000, donde creyó otear a su marido con otra.

Ella decía que José racaneaba con el dinero, que nunca los sacaba a ningún sitio. Él contó que comenzó a advertir, al llegar a casa, que ella olía a whisky. Relataba José que ella había estado sacando cien mil pesetas cada semana, aunque no le constaba que consumiera cocaína. Alguna vez, admitía, sí la habían consumido juntos. Poco a poco, se perdieron el respeto y llegó a haber algún golpe.

Paquita, con 35 años, no se había abandonado. Siempre había sido de comer poco para no engordar. Y presumida. Compraba la más insinuante lencería sin mirar el precio: quería gustarle a su marido. No obstante, los análisis de su cabello mostraron que llevaba años consumiendo cocaína. Había hecho también dejación de sus funciones como madre, cargando el peso de los dos niños pequeños sobre su hijo mayor, José Carlos.

Fue la madrugada del 19 de enero de 2002. El padre de familia se hallaba por Francia en su camión. Paquita despertó a José Carlos y le dijo que había entrado alguien en la casa. El chaval se asomó al dormitorio y contempló a sus dos hermanos inertes sobre la cama y con rastros de sangre. Francisco Miguel tenía seis años; Adrián Leroy, cuatro. Habían sido estrangulados.

Paquita relató a los agentes cómo un hombre de aspecto ecuatoriano había entrado en la casa y la había atacado en su dormitorio con un spray paralizante. Serían ya las siete de la mañana. Ella había perdido el conocimiento y al despertar había encontrado los cadáveres de sus criaturas. El intruso se había llevado algunas joyas.

La historia de Paquita resultaba incoherente en diversos aspectos: había hablado de dos atacantes, después de uno; presentaba arañazos en la cara pero afirmaba que el intruso llevaba guantes de látex; las joyas que habían sido presuntamente el botín del ataque aparecieron ocultas en los cojines del sofá. Definitivo resultó que el tejido hallado bajo la uña de Francisco era de su madre.

El entierro fue multitudinario. José sostenía entre sus brazos a una Paquita demacrada y parapetada tras unas gafas negras. Pero fue este un entierro con giro argumental.

La Guardia Civil dejó que Paquita diera el último adiós a sus retoños y procedió entonces a su detención. José contemplaba atónito la escena de su esposa siendo introducida en el vehículo policial. Paquita culpó entonces al alcohol, la cocaína y los tranquilizantes, aunque las cantidades de cocaína que afirmaba haber consumido resultaban disparatadas.

Afirma no recordar nada de aquella noche aciaga. Nunca ha recordado cómo estranguló a sus dos hijos pequeños con el cable del cargador de su teléfono Nokia. Se despertó, según ella, a eso de las seis de la mañana, aturdida por el whisky, los tranquilizantes y la cocaína de la noche anterior y vio entonces a sus hijos muertos sobre la cama. Se cercioró de que en la casa no había entrado nadie y entonces pensó: «Paqui, has sido tú». Urdió entonces la coartada del intruso ecuatoriano.

El jurado popular, finalmente, despacharía el asunto con una frase: «El consumo de droga, alcohol y los celos no le afectaron en su conducta». Fue condenada a 40 años. Los forenses que la evaluaron se encontraron con una personalidad narcisista y egocéntrica. La propia Paquita había manifestado que «si voy a un sitio me gusta que se diga que allí ha estado Paquita González». La descripción de los profesionales dista mucho de la que había dado su abogado, José Mariano Trillo-Figueroa, quien había dicho que Paquita no era más que una «maruja».

En 2004 ya pudimos ver a Paquita, cuando fue conducida a los juzgados donde se sustanció su divorcio. La vida carcelaria no parecía sentarle mal, pues había ganado peso ostensiblemente. No era ya la mujer chupada que había sido desde que, de pequeña, su hermano Isaac la llamó «gorda» y ella se aplicó a esculpir y conservar una fina figura.

Perdió de una tacada a su marido, su casa y la custodia del único hijo que había dejado vivo. Ha pasado por diferentes prisiones: Sangonera la Verde, Villena, Campos del Río. Catorce años después de aquella madrugada infausta en el dúplex de Santomera, Paquita abandonaba la prisión para pasar fuera un fin de semana. No se dejó ver; cuán lejos queda la Paquita que quería hacerse notar allí donde pisara.