Dentro de esa invención llamada ´amores de verano´, de la que ya hemos hablado, existen multitud de variantes. Claro, de primeras pensamos en los típicos adolescentes que no tienen otra cosa que hacer que tostarse en la playa en grupo, tomarse el café en grupo, tirarse a la piscina en grupo y hacer su botellón nocturno en grupo. Tanto grupo y tanto roce, siempre termina dando sus frutos: parejitas hormonadas que viven su romance como si no existiera un mañana, viendo como el verano se les acaba antes que después.

Nos llega al correo otra modalidad que puede que conozca más gente de la que pudiéramos pensar; claro, que su naturaleza impide que se viva a la vista de todos, como lo hacen los pimpollos aludidos. «Veraneo en la misma urbanización desde hace años. Mis padres compraron un apartamento cuando tener segunda residencia no era ningún sueño inalcanzable, y desde que me casé mi marido y yo nos refugiamos en él del calor de la ciudad cada estío. A mí al principio me daba pereza pasar tanto tiempo en plan casa-playa-casa-playa, pero desde hace seis años estoy deseando que lleguen los calores para zambullirme en este trocito de costa. Se ha convertido en mi particular pedacito de paraíso».

¿Qué fue lo que le pasó hace seis años a esta lectora en semejante lugar? «Hace seis veranos, una pareja de nuestra misma edad compró el apartamento contiguo. Pronto congeniamos. Eran los dos muy majos, alegres, llenos de planes e ideas geniales para huir de la monotonía de cuatro semanas de playa. Una noche nos invitaron a cenar. Quedamos boquiabiertos al ver la mesa: comida japonesa hecha por ellos mismos, velas por todas partes, música tipo chill out y un buen surtido de vino. Pasada la primera hora, en la que reímos y hablamos sin parar, noté una ligera caricia en el tobillo que me erizó los pelos de la nuca. La mujer de nuestro vecino me estaba mirando con una sonrisa sin lugar a dudas pícara€ Creo que le gustas a mi marido, me susurró al oído. Levantó la voz para pedirle a su esposo que fuera a la cocina a por el postre, al tiempo que me invitó a que lo ayudara. No sé por qué, pero le hice caso.

Ya en la cocina, sin mediar palabra, ese hombretón me cogió suavemente de una mano, me llevó hacia él y me hizo unas cosas que aún hoy me hacen ruborizar. Allí estuvimos más de media hora sin que nadie nos reclamara. Cuando volvimos al comedor, tanto mi marido como nuestra vecina nos sonreían de una forma bastante complaciente. Jamás nos habíamos planteado el intercambio de parejas ni nada parecido, nos consideramos muy fieles y felices por ello. Pero esa noche instauramos una dinámica veraniega con nuestros vecinos que aún perdura y que tanto mi marido como yo esperamos con impaciencia cada verano».