La figura singular de Isabel de Castilla significa el cénit del no mojarse. Dícese que la reina juró y perjuró que no cambiaría su muda de ropa interior hasta que Granada, último bastión de los musulmanes en España, no fuera cristiana. Y así lo hizo. Once años duró la conquista de la ciudad de la Alhambra. El día de la victoria, cuando la reina católica iba a despojarse de cucos y bragas, su esposo, Fernando de Aragón, le comunicó la urgencia de un viaje a su reino de Aragón por lo que se libró, con sabiduría, de los efluvios reales.

Una época gloriosa para España, en la que se alcanza la unidad peninsular, y días tristes para los bañistas, que con la caída de Boabdil, añorarían el susurro de las aguas de los baños árabes. Torquemada y la Santa Inquisición perseguirían sin piedad a quienes osaran sumergirse en las aguas o adentrarse en las playas, moda adquirida tras los primeros viajes de Cristóbal Colón y su descubrimiento del nuevo mundo.

Pero no todo en el reinado de Isabel sería negativo en lo referente al ocio estival, el pastel de carne, ideado en la Edad Media se afianza como recurso gastronómico de interés pese al peligro de la piratería que amenazaba las costas levantinas. Gonzalo Fernández de Córdoba gran degustador de los pasteles de carne murcianos, había conquistado Nápoles y las campañas en Orán, Bugía y Trípoli fueron un éxito por lo que las playas de nuestro litoral se volvieron seguras aunque en ellas no ondearan banderas azules.

Doña Juana, la hija de sus majestades católicas perdía el juicio ante las infidelidades de su esposo Felipe el Hermoso, al sorprenderlo, en más de una ocasión, tomando cañas y dándose baños en balsas de riego con sus damas de compañía. Isabel de Castilla fallecía en el Castillo de la Mota en Medina del Campo y el bello Felipe moría en 1506, de una pulmonía. La hora gloriosa de Carlos I de España y V de Alemania estaba cercana.