Magdalena. El nombre de la Santa de los Marrajos luce con la gruesa tinta negra del rotulador con que lo escribió, hace ya unos cuantos años, en los cuatro lados de la caja donde guarda los zapatos negros que tiene reservados para ella cada noche de Viernes Santo. Este año, bajó la caja de la estantería una semana antes, para disfrutar de la oportunidad que le brindaron de ponerse los zapatos de su Santa para portar también a la Virgen del Rosario, en la primera procesión california, que pone el broche de oro al día grande de nuestra Patrona.

Conforme se acercaba la noche del Viernes de Dolores, le surgieron absurdas dudas sobre si estaba siendo desleal a su Magdalena, a la que lleva entregando su hombro en exclusividad durante veinte salidas, o si era correcto enfundarse una túnica de la cofradía encarnada, pese a tener morado el corazón. De lo irracional de estos pensamientos terminó de convencerse ante la puerta del templo de la Caridad.

Antes, había experimentado cómo el mocho que llevan los portapasos de la Madre que estrena la Semana Santa de los californios te sumerge en una procesión íntima, de recogimiento, en la que abundan los tramos a ciegas; en la que los rostros de la gente se emborronan en cada intento de buscar a los tuyos entre el público, porque apenas atinas a encajar la mirada entre los mínimos huecos de la tela; en la que los sonidos y también los silencios de una procesión cobran una nueva dimensión.

Las primeras notas del himno de España con el interior de la iglesia de Santa María a oscuras y el trono bajo el umbral de la puerta encarando la calle y la noche le rescataron de esos primeros momentos de agobio y confusión, que se transformaron en una oportunidad para la reflexión, para sumirse en sus pensamientos cuando convirtió la falta de luz y el peso sobre su espalda en oración, en penitencia.

La respiración del compañero que iba detrás en la vara se volvía más intensa, también la suya propia, que atraía y despegaba el mocho de los labios al mismo ritmo acompasado de cada resoplido. Los intentos del joven tamborilero que se esforzaba por acoplar su toque a la marcha del trono se adueñaron de sus oídos y de sus piernas, que combatían, tanto como el percusionista, por desfilar sin perder el orden. El murmullo de la calle y la ausencia de él le revelaban la abundancia o la escasez de público. Los ánimos y las indicaciones del capataz y sus sotavaras le empujaban a lucir a la Virgen. Y solo a ella, porque los 110 rostros cubiertos se agrupan en un conjunto único, para que todos los ojos alcen la vista hacia la Madre encarnada.

Y llegó el momento. Siguió las instrucciones que le dieron y se quitó los guantes blancos con nervios, se colocó junto a su vara, metió el hombro debajo al primer toque de campana y elevó el trono, al segundo. Dieron unos pasos hasta llegar a la Basílica de la Patrona y alzaron el trono a pulso. Lo mantuvieron arriba pocos segundos y lo dejaron caer sobre sus hombros. Siguió meciéndose de un lado a otro, sin avanzar. Y oyó como alguien entonaba la Salve. Sus compañeros bajo las varas se sumaron al canto de la oración y fue entonces cuando se percató de que él también podía hacerlo, de que él también podía cantarle, de que también podía rezarle, de que era la primera vez que podía hacerlo bajo las varas, con la Virgen sobre sus hombros. Y se lanzó. Apenas veía nada, pero cerró los ojos y se sumó con fuerza al rezo cantado. La voz se le entrecortaba y le costaba terminar las frases, aunque no sabía si era por la emoción o por el esfuerzo. Probablemente, era por una mezcla de ambas cosas. El llanto hizo un amago de aparición, pero se recompuso y siguió cantando, siguió rezando, mientras su propia voz se colaba con más fuerza en sus oídos, como si la tela que le cubría la cara dificultara la salida para contenerla en lo más profundo de su corazón. La Salve terminó y, ahora sí, lloró tembloroso, parapetado bajo su mocho, aunque una vez más le costaba distinguir si solo era emoción, esfuerzo o la suma de ambos, unida a un aluvión de arrepentimientos y propósitos.

La procesión prosiguió a un ritmo rápido por el riesgo de lluvia y cuesta abajo, por la ligera inclinación de las calles del final del recorrido. O tal vez era sólo una sensación de que todo era más fácil porque ese momento mágico le llenó de nuevos bríos. Siguió disfrutando cada paso, siguió rezando, siguió buscándola alzando la vista y tratando de colar la mirada entre los agujeros del mocho que, solo en ocasiones, le permitían ver su corona y el majestuoso manto blanco bordado en oro, digno de la Reina del Rosario.

La primera Madre california enfiló la calle del Aire y vio al fondo al Cristo de la Misericordia, que la esperó para guiarla hacia la recogida, hacia la entrada de Santa María, que los portapasos pasaron de largo. Quiso seguir llevándola por las calles de Cartagena, prolongar cada uno de los instantes vividos, pero sabía que era solo para meter el trono en la Iglesia de cara al numeroso público que se concentraba a su alrededor. Su compañero de atrás le tocó la espalda, era la señal para girarse y cambiar de hombro y él se la hizo al que tenía delante. Subieron la rampa, despacio. Ya estaba dentro de la Iglesia, en las varas traseras, y una voz a su lado empezó a cantar. Todos empezaron a cantar, mientras la Virgen y su palio se balanceaban. Después, como ocurre con todas las Madres de nuestras procesiones, se resistían a recogerla, pero, finalmente, vio cómo se cerraron las puertas del templo. En el interior, cantaron la tercera Salve, más íntima. Una vez colocado el trono en su sitio, la campana sonó por última vez. Y la bajaron. El resto de portapasos empezaron a descubrirse la cara y él los imitó. Se quitó el mocho y, aunque solo fuera por un instante, se sintió raro, como desnudo.

Miró a la Virgen, poderosa, clemente, fiel. A la Madre de Misericordia. Y sintió como la Estrella de la mañana, iluminaba el Refugio de los Pecadores y le señalaba la Puerta del Cielo. Se acordó de su Magdalena, de que llevaba sus zapatos. Y supo que su Santa, la Santa de los marrajos, estaría feliz y sonriente de habérselos prestado para llevar a la Reina de nuestros corazones, la Reina de las Vírgenes, la Santísima Reina del Rosario, la Reina de la Familia, la Reina de la Paz. Porque sea del color que sea, Ella siempre será la Causa de Nuestra Alegría.