La oleada de denuncias protagonizada por decenas de actrices en el caso Weinstein, las acusaciones a eurodiputados en el Parlamento Europeo, las demandas por agresiones sexuales al expresidente de las Juventudes Socialistas en Francia y las manifestaciones de repulsa en el desarrollo del juicio a La Manada y de apoyo a la víctima, indican que atravesamos un momento de agitación social y reflexión colectiva en torno a la violencia sexual, la más impune e invisibilizada de todas las violencias que sufrimos las mujeres. Aunque todavía existan voces mediáticas que abordan estas denuncias como si se tratase de una especie de moda, en realidad son un síntoma de que se está generando un contexto social en el que, ahora, éstas son posibles.

Mientras que sectores de la sociedad se escandalizan y se rasgan las vestiduras ante el terremoto, desde los feminismos no podemos menos que decir: «Por fin». Porque lo que está ocurriendo responde más al impacto de un gigantesco iceberg que a un terremoto. Y las feministas sabemos mucho de icebergs.

Una de las parlamentarias que denunció a un eurodiputado afirmaba que «el Parlamento es un verdadero semillero de acosadores» y los miembros del Parlamento no responden ante nadie. Nosotras sabemos que el semillero es el mundo entero y las semillas son plantadas mediante una educación machista que se reproduce a través de todas las instituciones. Sabemos que, aunque los medios hablen de Weinstein como un depredador y un depravado es algo mucho más peligroso que eso: es un hijo de la cultura patriarcal en la que vivimos. Una cultura de la violación, que responsabiliza a la mujer de la vulnerabilidad a la que la expone.

A raíz del caso Weinstein, Woody Allen (no nos extraña lo más mínimo que el señor Allen esté algo inquieto con este tema) alertó sobre el peligro de que se produjera una caza de brujas hacia «cualquier hombre que guiñe un ojo a una mujer en una oficina». Pues sí, querido Woody, resulta que un guiño, una insinuación o un piropo están íntimamente relacionados con el ´caso Weinstein´, ya que todas son diferentes formas de despliegue de la cultura machista con posiciones más o menos visibles en el iceberg.

Desde los feminismos tenemos herramientas para analizar estos casos (la violación múltiple de La Manada, los abusos de los parlamentarios, Weinstein, etc.) y rastrear sus causas, relacionándolas con el contexto machista en el que se producen. Hechos que, a nivel mediático o desde el aparato judicial, se han considerado hasta ahora abominables y aislados, en realidad se inscriben en un contexto que los explica, si se presta atención a las señales, si se quiere y se sabe reconocer el machismo. Llevamos décadas repitiéndolo: «Un violador es un hijo sano del patriarcado».

También sabemos que existe un pacto patriarcal de silencio en todos y cada uno de los ámbitos sociales alrededor de la violencia sexual: en el laboral (donde las situaciones de acoso están a la orden del día), en el familiar (donde bajo la excusa de lo privado se oculta la violencia machista en casi todas sus formas) y, por su puesto, en el de los grupos políticos y el activismo.

Un pacto de silencio que, por fin, las mujeres estamos rompiendo. La campaña #MeToo (Yo también) que comenzó la activista Tarana Burke hace diez años, se ha reactivado con fuerza convirtiéndose en una plataforma de denuncia para miles de mujeres que han sido víctimas de abuso, agresión o explotación sexual. Pero la ruptura del pacto de silencio por parte de las mujeres no sólo es visible en los medios o en la red, sino también en nuestros entornos más cercarnos.

En Murcia, sin ir más lejos, tras la manifestación del pasado 8 de marzo, se organizó un micrófono abierto para compartir experiencias de violencia machista en plena Gran Vía. Los testimonios que se sucedieron fueron tremendos. La indignación y expresiones de apoyo a las mujeres que tenían la valentía de hacerlo público fue una experiencia de sororidad y empoderamiento impresionantes. La noche y las calles se convirtieron en un espacio de denuncia y resiliencia durante varias horas.

Ante esto, no podemos dejar de preguntarnos qué sucedería si los hombres también rompiesen su silencio. Porque queremos creer que existen hombres que se sienten interpelados por lo que está sucediendo, a diferencia del señor Allen o de los actores y directores de cine que habían trabajado con Weinstein, a los que The Guardian pidió que hiciesen alguna declaración al respecto y ni uno de ellos respondió a pesar de tener pleno conocimiento de las situaciones que habían vivido muchas de sus compañeras de reparto.

Imaginamos que, ante la avalancha de denuncias, hay hombres que están repasando su vida tratando de detectar situaciones en las que han podido ejercer algún tipo de violencia sexual, ya sea en forma de abuso, acoso callejero, piropos, etc. Aquella vez en la que siguieron a una chica para gritarle obscenidades por la calle. Aquella otra en la que su novia no tenía ganas de sexo y la presionó para obtenerlo. Esa vez en que en el trabajo participó en una porra para ver quién se ligaba a la nueva?

Imaginamos también qué sucedería si la campaña #MeToo se extendiese a los hombres y fueran ellos quienes tomasen la iniciativa para declararse culpables: «Yo también he ejercido abusos o he sido cómplice de quienes los ejercían. Me avergüenzo de ello y no voy a volver a hacerlo. Porque ahora sé que, actitudes que estaban normalizadas por esta cultura machista en la que hemos crecido, son en realidad situaciones en las que los hombres ejercemos violencia sexual. Y de poco sirve que ellas denuncien si nosotros callamos».